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AMLO y Trump: dos gotas de agua

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El populismo, de izquierda o derecha, nunca se conforma con límites: su esencia es convertir la voluntad popular en poder sin contrapesos. AMLO y Trump son prueba de ello

Cuando la izquierda populista y la derecha radical coinciden: los derechos humanos como freno incómodo al poder.

Uno grita “Primero los pobres”, el otro “Make America Great Again”. Y aunque se presenten como opuestos, cuando llega la hora de apretar libertades… se entienden perfectamente sin traductor.

La nueva edición del informe de derechos humanos de Estados Unidos —ya con Trump de vuelta al volante— llegó recortada como si fuera boletín escolar. Se diluyeron secciones enteras sobre mujeres, comunidad LGBTQ+, derechos laborales e indígenas. ¿Censura? Oficialmente no: “orden administrativa”. Pero cualquiera que haya leído la historia sabe que cuando los derechos humanos dejan de nombrarse, es porque están a punto de dejar de existir.

México juega en la misma liga. Aquí cuestionar a la ONU, a Human Rights Watch o a cualquier ONG crítica es deporte nacional. Si criticas, eres “conservador”, “neoliberal”, “títere”. Y mientras se militariza la seguridad pública (violando el artículo 129 constitucional que limita a las Fuerzas Armadas en tiempos de paz), se debilitan órganos autónomos y se estigmatiza a defensores, el discurso oficial convierte a los derechos humanos en “obstáculos” a la voluntad popular.

El mantra peligroso: “los derechos humanos protegen a delincuentes”

El estribillo se repite: los derechos humanos son para los delincuentes.Como si hubiera un pase VIP o un “club exclusivo de derechos” al que solo entran los indeseables...

Sí, el Estado ha fallado: ha sido incapaz de proteger a víctimas, testigos, periodistas y ciudadanos comunes. Ha sido negligente y corrupto. Pero culpar a los derechos humanos por ese desastre es como culpar a las ambulancias por los accidentes.

El miedo vende. Y en un país donde el narco controla regiones, salir de noche es ruleta rusa y la justicia tarda años (cuando llega), la “mano dura” suena atractiva. Es lo que encuestas de Latinobarómetro y Pew confirman: cada vez más ciudadanos están dispuestos a sacrificar libertades a cambio de orden.

Así nace el autoritarismo moderno. Lo explicó Guillermo O’Donnell en 1994:

“No hace falta un quiebre espectacular de las instituciones democráticas. Basta con doblarlas, manipularlas y vaciarlas de su significado mientras se conserva su apariencia exterior.”

El populismo, de izquierda o derecha, nunca se conforma con límites: su esencia es convertir la voluntad popular en poder sin contrapesos. AMLO y Trump son prueba de ello. Ambos han tratado los derechos humanos como obstáculos a sus proyectos políticos. Y Claudia Sheinbaum, lejos de corregir el rumbo, lo profundiza: con el barniz de la academia y la moderación retórica, busca lo mismo que su antecesor —un poder sin frenos—sin contrapesos.

Por eso la defensa no puede quedar solo en manos de organismos internacionales que reaccionan tarde. Debe ser cultural, colectiva, incómoda. Defender los derechos humanos es la condición mínima para que un Estado sea democrático.

El autoritarismo ya no grita órdenes desde un balcón. Ahora sonríe en ruedas de prensa, jura que todo lo hace “por el pueblo” y agradece aplausos en mítines. Pero su enemigo sigue siendo el mismo: los derechos humanos.

Y si dejamos de defenderlos, no será un golpe de Estado lo que acabe con la democracia. Será un aplauso y la gente cargará al nuevo dictador felices de ser controlados…

 

Columna de Isamar Witker en SDP Noticias

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