- Virales
Tongolele o la sublime seducción
México.- Vivimos hoy en el mundo, no sólo en México, una época de reconocimiento y reivindicación del papel de la mujer en la vida cotidiana, en el trabajo, en la política, en las diversiones y también en el arte. En nuestro país el respeto y la incorporación de la mujer a la vida y las reglas comunes y leyes cotidianas se lleva a cabo inexorable, social y prácticamente aun sin la voluntad del varón o de las autoridades y, sí, gracias también al trabajo profesional, el talento natural y el esfuerzo político directo de las mujeres mexicanas.
Nuestra historia nos indica y nos permite reconocer desde épocas ya idas un culto abierto o soterrado al eterno femenino y a los trabajos y los días de las mujeres. Sabemos de la fortaleza y singular capacidad social, religiosa y política de las mujeres mexicanas en nuestras guerras y nuestros deportes. Sólo algunos necios personajes o situaciones o pesarosos “episodios nacionales” pueden alejarnos de este esfuerzo reivindicativo total al que nos referimos.
Tal vez los actores y actrices que nos rodean quieran convencernos de cuáles serán nuestras propias escenas y actuaciones nacionales definitivas en torno a la mujer. En la vida y en el cielo o, tal vez, en el infierno, permanezcamos neciamente a la expectativa. La obra escénica a la que asistimos es (o debe ser) nuestra propia biografía, inmersa en la historia de las revoluciones, de las pandemias y de la destrucción del planeta. Actuación simbólica en medio de seres inmortales y activos.
Mi amigo Peter Palacio, coreógrafo, durante muchos años organizador del mejor festival anual de danza contemporánea americano, en Medellín, Colombia, vino de visita a México hace algunos años y llegó y me contagió y se obsesionó con la idea de conocer personalmente a mi amiga Yolanda Montes, Tongolele. “No va a ser fácil —le dije—. Todo el mundo la apapacha y la requiere. A mí me quiere mucho pero no es mi estilo andar de presumido y aprovecharme”.
Es que todos sus amigos, grandes y chicos, de varias generaciones, lo apresuraban en Colombia, en cada viaje, para que al regreso de México les contara algo, cualquier cosa, una rápida narración acerca de Tongolele; ella en vivo, esa diosa para varias generaciones, Tongolele... En fin, por motivos de sociología, le prometí que cenaríamos con ella. La llevaría yo a uno de esos muy funcionales y discretos restaurantes de la colonia Condesa. Allí, al terminar sus asuntos, Peter nos alcanzaría tras de los aperitivos.
La recogí en su casa. Brillaba de bonita. Enorme cabellera negra, lunar blanco en el cabello largo, de arriba a abajo, ojos verdes manchados de gotas moradas. Resplandeciente, no dejó de platicarme experiencias, sobrias presentaciones en su retiro, entrevistas siempre discretas con su prensa, anonadaciones populares. Uno o dos drinks en un restaurante con pocos parroquianos. A gusto. Espléndida situación porque no había mirones ni arremolinaciones populares en nuestra mesa. Ella irradiaba tranquilidad y belleza. Charla susurrante cuando llegó Peter Palacio. Tuve que levantarme y sostenerlo para que no cayera desmayado al suelo, tal era la importancia para él de la experiencia Tongolele en vivo: un acontecimiento biográfico.
Nos medio hipnotizó Tongolele durante toda la cena. Pausada, brillante expositora de algunos aspectos de su vida y milagros, filmaciones, danzas y movimientos y lentas coreografías narradas, hablaba como si nos diera clase, con un entusiasmo total, en torno a su vida, a su cuerpo, a sus bailes y danzas y poses y su profunda seriedad y profesionalismo en los escenarios. Conocimiento cabal de su arte, sus presentaciones, sus ensayos y preparaciones y logros. Cierto acento estadounidense en su charla con narraciones y descripciones que salían, sorprendentes, con un dejo de brujería cosmopolita y contemporánea.
Me percaté sorprendido de que se dejaba convencer por Peter para viajar a Barranquilla, en la costa de Colombia, y presentarse ante un público que la considera todavía hoy, como nosotros, poseedora de la más sublime belleza carnal. Sólo debía aparecer inmóvil, espléndida, luz brillante alrededor de su cuerpo. Escenario como un altar y ella la Santa. Teatro lleno con sus feligreses de todas las edades. Yo no daba crédito a las habilidades de Peter. Llegaron al arreglo en torno al viaje de ida y de vuelta, en torno al espectáculo coreográfico que Peter montaría (una sagaz, lenta coreografía, pasos leves como de una aparición) ante la multitud de sus fans y seguidores de Colombia. Qué habilidad, a penas lo podía creer. Pedí y pagué la cuenta y recorrimos con fluidez el trayecto hacia la salida. Descansaba mi alma porque en ese restaurante no tuve que detener y soportar oleadas de admiradores, de solicitantes de autógrafos y fotos.
Nos montamos en mi auto, ella se sentó junto a la ventanilla, serena, sobria. Al llegar a la esquina del restaurante descubrimos, parapetado, en sorprendente y compacto y completo grupo, al personal de servicio del restaurante: unas cuarenta personas esperándola inmóviles, respetuosas, en silencio. Paré el motor. Sólo la contemplaban, la admiraban reunidos, expectantes alrededor del auto. Tongolele sonrió. Espeso silencio nocturno. Brillantes, serenos ojos bien abiertos. Entonces una mujer de edad se acercó lentamente, metió la mano por la ventanilla y con sus dedos suavemente acarició la mejilla y recorrió la boca de Tongolele. Acariciaba lo inalcanzable. Sonrió en silencio, como también lo hacía Tongolele, plena y satisfecha, impasible y silenciosa, tranquila. Un ritual sorprendente. La mujer volvió los ojos en dirección de los ojos de sus compañeros. Una multitud de feligreses, todos los trabajadores del restaurante en grupo, sumidos en su espeso silencio, a su vez sonrieron y mediante el calor de sus miradas rindieron una inmóvil pleitesía a la diosa. Entonces, con toda naturalidad, Yolanda Montes, Tongolele, volvió el rostro hacia mí y en un susurro dijo: gracias, Alberto: ya vámonos. Eché a andar el motor... I
Alberto Dallal
dallal@unam.mx
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