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Entre Netflix y Agustín de Iturbide

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De las historias de sus héroes y de sus adversarios, de la glorificación de los valores y de los sentimientos de identidad que forman al grupo

Con motivo del aniversario de los 200 años de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, el gobierno ha presentado una andanada de iniciativas conmemorativas destinadas a ensalzar la historia patria. Exposiciones, nuevos billetes, monedas y trabajos frenéticos sobre lo mejor de nuestro pasado, en versión del gobierno de la 4T.

A estas alturas de la globalización y del bombardeo de redes sociales malquerientes que nos doctoran en el cinismo y a nadie dejan inocente, las estampas conmemorativas y los discursos que evocan al libro de texto gratuito y a la jura de la bandera de los lunes escolares terminan siendo algo pintoresco y obsoleto.

El PRI tuvo a bien vacunarnos de toda pasión frente a la estética patriótica oficialista. Es cierto que el nacionalismo es aún una llama encendida cuando el Mundial o las Olimpiadas juegan a poner el honor de los países en disputa, pero hace tiempo que la historia de bronce dista de conmover a nadie. Aunque bien mirado, esto no es privativo de México. Las sociedades se construyen a partir de los relatos que se cuentan sobre sí mismas, afirman los sociólogos.

De las historias de sus héroes y de sus adversarios, de la glorificación de los valores y de los sentimientos de identidad que forman al grupo. Dependiendo de la época varía la plataforma para contar esas historias; hoy lo son las películas, las series de televisión y las letras de las canciones. Solo que estos valores se han modificado en contenido y alcance. Antes eran de solidaridad y sacrificio por el colectivo, ahora son de éxito personal y competencia individual. Reflexionando al respecto, el filósofo alemán Philipp Blom relata una anécdota para ilustrarlo.

Hace unos años preguntó a una clase de enseñanza secundaria si estarían dispuestos a alistarse en el ejército si a causa de la invasión de Crimea, Alemania le declaraba la guerra a Rusia. Nadie levantó la mano. Me miraban, dice Blom, “como si yo acabara de llegar de otro planeta. Puede que así fuera”. En julio de 1914, los bisabuelos de esos adolescentes sí levantaron la mano por una razón aun más ajena, el asesinato de un lejano archiduque en Sarajevo.

Como se vio en la conversación posterior, refiere el filósofo, no se mostraban contrarios por convicciones pacifistas; la pregunta nunca se les habría pasado por la cabeza. ¿Por qué iban a querer jugarse la vida en un país extranjero por una política que ni siquiera les interesaba? “Algo que 100 años antes era una reacción natural pasa a considerarse una idea absurda por los bisnietos de los voluntarios de entonces, y no debido a un razonamiento individual, sino por la transformación del clima de opinión” (Philipp Blom, Lo que está en juego. Anagrama Argumentos). Sin embargo, antes de dejar de cincelar los bustos de Benito Juárez o de romper el molde, habría que considerar un argumento contrario.

La globalización parecía la panacea hasta hace algunos años, el camino inexorable que habrían de transitar todos los habitantes del planeta, quisieran o no. La idea de nación se asumía como un vestigio aún necesario pero en proceso de desaparecer. Comer una Pizza Hut mientras se ve una serie coreana en Netflix podría ser el plan de sábado de un joven en Ciudad de México o en Milán.

Ver a Messi en su primer partido con su nuevo equipo fue sintonizado con el mismo interés en Tokio que en Guatemala, provisto, claro, tener contratado el servicio de cable correspondiente. No obstante, en los últimos años comenzaron a surgir dudas sobre la conveniencia de entregarse de brazos abiertos y sin restricciones a la fusión planetaria.

Surgían muestras de que el resultado no era tan parejo como se suponía y, sobre todo, de que los impactos podían ser devastadores por la manera desigual en que personas, ramas económicas y regiones de cada país se insertan en ese mercado global. Si quisiéramos verlo así, el triunfo de López Obrador forma parte de un proceso más amplio que recorre el mundo.

Reacciones políticas locales, impulsadas por los menos favorecidos, que buscan imponer matices y restricciones al salvajismo del fenómeno. El discurso nacionalista o regionalista volvió a actualizarse en países europeos, asiáticos y americanos. En versión caricaturesca como la de Trump, confusa como la de Boris Johnson o de rostro duro como la de Putin. Una exploración que apenas comienza para encontrar el equilibrio entre la autodeterminación y la interdependencia.

 Apelar a los símbolos patrios es un recurso de siempre por parte de los Estados nacionales. Hacer presentes a los héroes fundadores compatibles con el régimen en turno es una manera de hacer patria entre todos, pero sobre todo a su favor.

Se entiende. Es lo que hay. Uno podría pensar que es anacrónico seguir apelando al patriotismo oficial con monedas que remiten a personajes de hace 500 o 200 años. Sin embargo, y bien mirado, tampoco es que resulte mucho más conveniente imprimir una imagen de Checo Pérez, del pitcher Julio Urías, del empresario Carlos Slim o de cualquier otra persona que haga a los mexicanos de hoy sentirse orgullosos de serlo. 

Asumo que si las sociedad se construyen a partir de las historias que cuentan sobre sí mismas, los gobiernos tienen que seguir haciendo referencia a la vida de aquellos que, al menos en el relato, se sacrificaron por el colectivo y no de aquellos que simplemente alcanzaron el éxito personal.

Pero en tal caso me pregunto si no sería más oportuno rendir honor a los bomberos caídos, a los activistas del medio ambiente asesinados, a la madre acribillada por el simple delito de no cejar en la búsqueda de su hija y de otras desaparecidas.

Un tema complejo y con muchas aristas, sin duda, sobre el cual habría que seguir conversando. Habrá que ver qué efecto provoca en cada uno de nosotros las monedas que se pondrán en circulación y las exposiciones con códices recuperados.

Por lo pronto, solo puedo compartir el nostálgico olor a escuela pública que me evoca la palabra trigarante, nunca escuchada en otro contexto que no fuera una laminita de Iturbide montado en su caballo. 

 

Columna de Jorge Zepeda Patterson  en Milenio

Foto: Gobierno de México

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