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Conflicto Irán-Israel
El conflicto entre Irán e Israel ha escalado, de la guerra en las sombras, a un enfrentamiento de alta intensidad, en donde se desdibujan las líneas tradicionales entre los ataques quirúrgicos y las operaciones convencionales. Pero, mientras los misiles vuelan y las advertencias cruzan el Golfo Pérsico, la pregunta que emerge desde los centros de análisis estratégico es brutalmente simple: ¿es viable derrotar militarmente a Irán?
Irán, a diferencia de Gaza, Líbano o Siria, no es un satélite del conflicto, sino su columna vertebral chiita. Cuenta con un territorio amplio, una población de más de 86 millones de personas, un aparato militar robusto con más de medio millón de efectivos activos, milicias paramilitares como la Fuerza Quds y un sistema de defensa antiaérea diversificado, así como una industria balística autóctona con capacidad de saturación regional.
A nivel táctico, Irán opera bajo el paradigma de la disuasión asimétrica: distribuye sus activos clave, tiene bunkers subterráneos, y mantiene la guerra en múltiples teatros (Yemen, Siria, Irak, Líbano), generando una zona de caos que obstaculiza una acción decisiva directa por parte de Israel.
La hipótesis de una invasión terrestre al estilo clásico, como una operación de “decapitación del régimen” similar a Irak en 2003, enfrenta obstáculos casi insalvables. A diferencia de Saddam Hussein, el régimen iraní cuenta con una base ideológica teocrática que aún conserva legitimidad en amplios sectores de la sociedad rural y conservadora. El aparato de seguridad, desde el Basij hasta la Guardia Revolucionaria, no sólo está armado, sino ideológicamente motivado.
Según estimaciones militares conservadoras, una operación de ocupación requeriría entre 500,000 y 750,000 efectivos multinacionales, sin contar con la complejidad logística de entrar por tierra (Turquía y Afganistán no son opciones viables), y el alto costo humano en un entorno urbano, montañoso y fanatizado.
Mientras que en Gaza o el sur del Líbano Israel ha podido contener la amenaza mediante bombardeos periódicos y operaciones terrestres limitadas, Irán representa otra liga. No es un actor proxy, es un Estado-nación con capacidades industriales, con doctrina militar y con respaldo, aunque sea pragmático, de potencias como Rusia y, en menor medida, China. A esto se suma que, a diferencia de los árabes sunnitas, el régimen iraní chiita tiene una lógica de martirio estratégico: puede sobrevivir a altísimos costos humanos.
En Siria, por ejemplo, la intervención rusa salvó al régimen. En Irán, Moscú podría cumplir un papel indirecto similar, proveyendo inteligencia, defensa aérea y respaldo diplomático en foros multilaterales.
La reinstalación del antiguo orden monárquico es, en el mejor de los casos, una fantasía. La diáspora pro-Sha carece de arraigo interno, y aunque existen movimientos laicos, la mayoría están desorganizados y fuertemente reprimidos. Cualquier intento de reconstrucción posrégimen tendría que enfrentar una guerra civil tipo Irak o Libia, con clanes, facciones, etnias y potencias externas disputándose el control.
Uno de los elementos más llamativos del reciente conflicto ha sido la exposición de las limitaciones del sistema antimisiles israelí. Aunque ha logrado interceptar la mayoría de los misiles y drones, la saturación ha forzado a usar sistemas de defensa más costosos como Arrow y David’s Sling, lo cual no es sostenible a largo plazo.
Para las potencias sunitas como Arabia Saudita, Egipto y Emiratos Árabes, esta vulnerabilidad proyecta un mensaje doble: por un lado, muestra que Irán aún puede golpear, y por otro, pone en duda el papel de Israel como paraguas regional frente al eje chiita.
Esto podría catalizar una presión diplomática árabe para que Israel cese las hostilidades, no por solidaridad con Irán, sino para evitar una escalada regional que termine fortaleciendo a los hermanos musulmanes, Hezbolá o incluso el Estado Islámico en escenarios colapsados.
La guerra con Irán está configurando una tormenta perfecta. A diferencia de Gaza, Siria o Líbano, Irán no es un campo de batalla: es una potencia regional, chiita, persa y con población educada y militarizada. La guerra no solo sería larga y costosa, sino que modificaría el equilibrio de poder en todo el Medio Oriente, abriendo espacios para actores que hoy están en contención.
El resultado más probable es un estancamiento costoso. Israel puede destruir infraestructura nuclear y militar, pero no puede eliminar la ideología chiita ni su red regional. Y en ese desgaste, su prestigio como potencia militar e invulnerable se erosiona, dejando la puerta abierta para una futura presión desde el frente sunita... O desde Washington.
Columna de Javier Iván Pena en SDP Noticias
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