Guadalupe: la esperanza presente
Ha sido impresionante ver la gente que, a lo largo de la autopista México-Puebla, camina, corre o pedalea en peregrinación a la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México. El domingo, mientras iba a la capital y luego cuando regresaba, los miles iban y cubrían buena parte de la carretera hasta hacerla prácticamente una sola fila moviéndose en el carril derecho y el acotamiento de la cinta asfáltica. Una buena parte del pueblo caminando hacia el templo donde, de acuerdo al Nicán Mopohua, ella, «la madre del verdadero Dios por quien se vive», estaría «para mostrar y dar mi amor y auxilio a todos ustedes».
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Ese es el núcleo central de esa gran movilización que genera, año tras año, la marcha de un pueblo, o si se quiere, de miles y miles, que caminan, corren o se suben a una bicicleta para ir en pos de ese amor y de ese auxilio. Es un pueblo, es gente que tiene la esperanza presente de que en el santuario, viendo el rostro de la Virgen, no sólo vendrá el consuelo, sino el auxilio para las necesidades de la vida, necesidades que acucian el alma y el cuerpo, sobre todo el alma, que sufre, que padece, que es consciente de que la vida es camino, prueba, peregrinación.
Y sí, el camino es arduo, hay calor, sed, polvo, cansancio, riesgos –los automovilistas siempre esconden impaciencia, prisa, enojo si no tienen el camino despejado (a final de cuentas las carreteras no son para peatones, dicen)-, exactamente como es la vida de todos y la de cada uno: camino, calor, sed, polvo, cansancio, riesgo. Y por las noches, frío intenso, cuerpo cansado, pies llenos de ampollas, esfuerzo que dura horas y horas, pero en la mente y en el alma se encuentra la esperanza de recibir el amor y el auxilio de la madre del verdadero Dios por quien se vive: «¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás acaso bajo mi regazo?»
Y con ese sentimiento, con esa convicción, jóvenes, adultos, hombres y mujeres, niños incluso, caminan, con sus esperanzas, sus anhelos, sus penas, sus pesadumbres, sus vidas mismas, sus almas heridas, sufrientes, y sobre todo esperanzadas, caminan al templo, al santuario, al lugar donde la Virgen ofrece su regazo, su mirada, su amor y su auxilio. Eso sin duda mueve y conmueve a esos miles y miles que van, que quieren ir, que desean mirar a la madre, al auxilio de sus vidas. El hijo enfermo o descarriado, el familiar encarcelado, los padres que andan en pleitos, la búsqueda del trabajo, las deudas, los problemas que agobian, todo aquello que oprime el alma y el corazón, que castiga lo más íntimo de una persona, todo ello, ahí se carga y se lleva para ponerlo a los pies de la morena del cielo, del cielo y de la tierra, de esta tierra dura, cargada de penas y problemas pero también de esperanza, de horizonte, de confianza en ella, la Virgen, que está ahí para recibirnos y para prodigarnos su más grande regalo: el fruto de su vientre.
«Quiero que se me construya un templo aquí», aquí en el Tepeyac, en todos los tepeyares de México, en todos los espacios donde los mexicanos, los fieles, los pobres, los excluidos, los peregrinos, los que caminan con la única esperanza de ver ese rostro moreno para entregar sus penas y sus esperanzas, sus alegrías y sus tristezas, para que yo les dé mi amor, mi auxilio y, lo más valioso: al hijo que está en su seno, el verdadero Dios por quien se vive.
El polvo, el frío, el calor, el hambre, la pobreza, la necesidad, la angustia, la pena, el sufrimiento, de pronto, de repente, a lo largo del camino pero sobre todo en el templo, delante de la imagen, ahí, se trueca en esperanza y consuelo. Este año será mejor, este tiempo será el que toque el corazón de todos, ahí, en la intimidad del alma, del corazón, ahí brotará la acción misteriosa y amorosa de la Virgen-madre, de la Madre-virgen, ahí descubriremos, los peregrinos de esta existencia, el sentido de todo, el sentido de las cosas y, también, el sentido de la peregrinación de este pueblo que siempre o casi siempre ha sufrido, sobre todo los más pobres, los relegados.