Bautismo del Señor

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Tu eres mi Hijo amado, en ti me complazco (cfr. Mc 1, 7-11)

 

“El Señor se manifestó sobre las aguas desde su trono eterno”. Hoy podemos contemplar esto que anunciaba el salmista al fijar la mirada en Jesús, que, alrededor de los treinta años, se hizo bautizar por Juan en el río Jordán para mostrarse como salvador de toda la humanidad, e inaugurar para nosotros el sacramento del Bautismo. Al hablar de esta celebración, con la que concluye el tiempo litúrgico de la Navidad, el Papa Benedicto XVI ha dicho: “ojalá que esta solemnidad sea ocasión propicia para que todos los cristianos redescubran con alegría la belleza de su Bautismo, que, si lo vivimos con fe, es una realidad siempre actual, nos renueva continuamente… en la santidad de los pensamientos y de las acciones”

Para comprender lo que Dios nos regaló el día de nuestro Bautismo, es preciso considerar atentamente lo que ocurre en el Jordán. Jesús, que siendo Dios verdadero se hizo uno de nosotros para llevar a la humanidad a su plenitud, al recibir el bautismo que Juan administraba como símbolo de penitencia para preparar a Israel a la llegada del Mesías, manifiesta que carga con el pecado del mundo, para sacar de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas. Por eso, el bautismo en el Jordán es también una “Epifanía”, una manifestación de la identidad mesiánica del Señor y de su obra redentora, que culminará con su muerte y resurrección, por la que el mundo entero será purificado “por la misericordia divina”.

El cielo abierto expresa su comunión con el Padre, gracias a la cual, el Hijo amado hace posible a la humanidad, que Él ha asumido y recreado –como lo anuncia el Espíritu Santo que desciende sobre el Redentor- participar de la vida plena y eternamente feliz de la Santísima Trinidad; vida que comienza el día que recibimos el Bautismo, por el que, perdonados del pecado original y de todos los pecados personales, fuimos asimilados al Cuerpo de Cristo, la Iglesia, recibimos su Espíritu, y nos convertimos en hijos de Dios, “partícipes de la naturaleza divina”, como enseña el Catecismo. “Todo lo que aconteció en Cristo –afirma san Hilario- nos enseña que… el Espíritu Santo desciende sobre nosotros… y que… llegamos a ser hijos de Dios”. Por eso, el Bautismo, que imprime en el alma un signo imborrable por el cual somos consagrados al culto y a participar de la Misión de Jesús, es el fundamento de nuestra unión con Dios y de la comunión entre todos los cristianos.

Redescubramos con alegría la belleza del Bautismo

Sumergidos en el agua bajo la invocación de la Santísima Trinidad, “nacimos” a una vida nueva, recibiendo la gracia santificante que nos hace capaces de creer en Dios, de esperar en Él,  de amarlo mediante las virtudes teologales, de vivir y obrar con la ayuda de los dones del Espíritu Santo, y de crecer en el bien mediante las virtudes morales. No obstante, en los bautizados permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la muerte, las debilidades, y una inclinación al mal llamada concupiscencia, que no puede dañar a los que no la consienten.

La práctica de bautizar a los niños pequeños es una tradición inmemorial de la Iglesia, atestiguada explícitamente desde el siglo II, ya que el Bautismo, necesario para la salvación, es un don divino concedido a través de la fe de la Iglesia, con el que los padres y el padrino o la madrina deben colaborar, ayudando al bautizado en su camino de vida cristiana. Por eso han de ser creyentes idóneos para esta misión. Son ministros ordinarios del Bautismo el Obispo, el presbítero y el diácono. Sin embargo, en caso de necesidad, cualquier persona, incluso no bautizada, puede bautizar,  con tal que tenga la intención de hacer lo que hace la iglesia, y que derrame agua sobre la cabeza del candidato diciendo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Quienes hemos tenido la dicha de recibir el sacramento del Bautismo debemos esforzarnos por vivir cada día como hijos de Dios, guiados por el Espíritu Santo, imitando a Jesús, en plena comunión con la Iglesia, para esto, es preciso conocer y vivir cada vez más nuestra fe, mediante el estudio, la proclamación y la meditación de la Palabra de Dios, purificándola en el sacramento de la Penitencia, alimentándola con la Eucaristía, fortaleciéndola en la oración, y participando de la misión de Jesús, que, como afirma san Pedro, “pasó haciendo el bien”, sin romper la caña resquebrajada, promoviendo la justicia sin titubear, y sirviendo a la humanidad hasta salvarla. Si así lo hacemos, también el Padre podrá decirnos: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”.