¿A dónde queremos llegar?

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Opinión 

XVIX Domingo Ordinario 

Estén preparados (cfr. Lc 12, 32-48)

“Tú lo sabes –dijo la Gertrudis de Shakespeare a su hijo, el joven Hamlet- común es a todos; el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad” si, la muerte, que entró en el mundo a causa del pecado, es cierta, inevitable y única. Sin embargo, Dios ha enviado a su Hijo para que no sea el final, sino el principio de algo mejor. Por eso Jesús disipa nuestras confusiones diciéndonos: “No temas rebañito mío, porque tu padre ha tenido a bien darte el Reino”. ¡Sí!, Él nos ofrece una vida plena y eternamente feliz. Así lo entendieron Abraham, Isaac y Jacob. Por eso, como afirma san Pablo, “fiados en el  Señor, dejaron su tierra en busca de una patria mejor: el Cielo, “ciudad” de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es el propio Dios”.

“La fe es la forma de poseer, ya desde ahora, lo que se espera y de conocer las realidades que no se ven”, señala el Apóstol. Por eso, por fe, el pueblo elegido se sintió confortado “al reconocer la firmeza de las promesas en que había creído”, las cuales se han hecho realidad en Cristo. De ahí que el hoy Papa Benedicto XVI afirmara: “Creer cristianamente significa confiarse al sentido que me sostiene a mí y al mundo, considerarlo como el fundamento firme sobre el que puedo permanecer”. ¡Sólo Dios, que nos ha creado, puede sostenernos en el ser y darnos la total felicidad sin fin, que tanto anhelamos! El cuida a quienes le tienen confianza; los salva de la muerte y les da vida plena y eterna.

Sin embargo, el Señor respeta nuestra libertad. Por eso nos pide poner de nuestra parte y estar preparados para que cuando vuelva pueda alcanzarnos la dicha definitiva. ¿Cómo hacerlo?, comprendiendo que de Él lo hemos recibido todo, y que debemos ser administradores responsables de nuestro cuerpo, de nuestros afectos, de nuestra inteligencia, de nuestro espíritu, de las cualidades que poseemos, de nuestra vida familiar y social, de nuestro noviazgo, de nuestras amistades, de nuestro trabajo o estudio, del dinero y de las cosas que tenemos, así como de la naturaleza que Dios nos ha confiado cuidar y perfeccionar.

Para ganar de verdad, hay que saber invertir.

Cuando lo olvidamos, nos “embriagamos” de egoísmo, y como el mal administrador, hacemos pésimas inversiones, dedicando demasiado tiempo al gimnasio, desbordando nuestras pasiones, gastando nuestra creatividad en proporcionarnos placeres y sensaciones agradables, consumiendo lo mejor de nuestras energías en el “antro” o en sitios peores, dedicando nuestro talento únicamente para hacer dinero y llenarnos de cosas, usando a los que nos rodean para obtener algún beneficio, sin preocuparnos realmente por nadie, causando incluso estragos al equilibrio ecológico. “Así como se corrompen las aguas detenidas en una fuente, de igual manera sucede a los ricos cuando guardan para si sus riquezas”, decía san Juan Crisóstomo.

El término “riqueza” se refiere, no solo al dinero, sino también a los diferentes talentos que cada uno hemos recibido: cuerpo, sentimientos, inteligencia, voluntad, libertad, alma inmortal, capacidad de amar y muchos dones más. Y es preciso dejar que la razón sea iluminada por la fe, para poder dirigir adecuadamente nuestras emociones, sentimientos, deseos y pasiones, y actuar como lo que somos: hijos de Dios, que es amor. Y el amor nos lleva, no solo a dar cosas, sino a darnos a nosotros mismos. Por eso, Crisóstomo decía: “No hay pecado que no pueda borrar la limosna… pero la limosna no se hace solo con dinero, sino  también por las obras, como cuando alguno protege a otro, cuando un médico cura, o cuando un sabio aconseja”.

Quien no lo hace, tarde o temprano en esta vida o en la otra-, experimentará las consecuencias de su mala “inversión”, al ver como aquella figura escultural que con tanta dedicación se había construido, se desmorona, y que los placeres que tanto le habían seducido se convierten solo en un pálido recuerdo. “Tus riquezas tendrás que dejarlas aquí –decía san Basilio-; por el contrario la gloria hayas adquirido con tus buenas obras la llevarás hasta el Señor. ¿Serás avaro, tratándose de gastar en algo que ha de redundar en tanta gloria para ti? Recibirás la aprobación del mismo Dios”. “La solidaridad universal, que es un hecho a la vez que un beneficio para todos, es también un deber”, recordaba el Papa Paulo VI. Así, haciendo el bien, iremos acumulando un tesoro que no acaba nunca: el amor.