Cuando vamos por el camino; pero en sentido contrario

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XI Domingo Ordinario

Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho (cfr. Lc 7, 36-8,3)

En una ocasión alguien me dijo: “Estoy convencido que voy por el camino, ¡pero en sentido contrario!”. A veces nos sucede así. Creemos que por ir a Misa cuando nos nace, confesarnos de vez en cuando –sin auténtico propósito de enmienda-, y dar unas cuantas monedas a una persona necesitada, somos casi perfectos; tanto, que tenemos derecho a juzgar a los que no son “infalibles” como  nosotros. Eso fue lo que sucedió al fariseo que había invitado a Jesús a su casa. Como él, también nosotros hemos dejado entrar al Señor en nuestra vida. Sin embargo, probablemente, al igual que el fariseo, no le hemos brindado la atención que merece.

El fariseo no ofreció al ilustre huésped los gestos de bienvenida: agua para lavar los pies, el beso de saludo, aceite para ungir la cabeza. Quizá también nosotros seamos poco atentos con el Señor al no escucharle cuando nos habla en su Iglesia a través de Su Palabra, al dejarlo “plantado” con el banquete Dominical de la Eucaristía, al no hacerle caso cuando nos invita a dejarnos sanar por Él en el sacramento de la Confesión, al no platicar con Él en la oración, y al no servirle en la esposa, en los hijos, en los papás o en los hermanos, ni tratarle con justicia en los que nos rodean. Pero quizá, como el fariseo, nos sintamos excelentes anfitriones, y por eso, con derecho de juzgar a los que, según nosotros, no lo son.

Así, aunque no vayamos a Misa cada Domingo, pensamos que son peores los que solo van a bodas y bautizos. Que aunque no sepamos mucho de nuestra fe y hasta demos opiniones de lo que desconocemos, no somos “tan pecadores” como los que ni Biblia tienen. Que aunque nos confesemos de vez en cuando y sin propósito de enmienda, no somos “perversos” como los que nunca lo hacen. Que aunque seamos “comunicativos”, no somos “chismosos” como la suegra, la nuera o las cuñadas. Que aunque no seamos atentos ni fieles en el matrimonio o en el noviazgo, tampoco somos “degenerados” como otros. Que aunque no seamos leales ni honestos, ni nos preocupemos por servir a los más necesitados, no somos “malditos” como los asesinos y rateros ¡Esos sí que son pecadores y Dios debía saberlo para castigarlos!

Dejarse ayudar para ir por el Camino en sentido correcto

Sí, quizá lleguemos al punto de pensar que Dios no es tan perfecto, porque si lo fuera, no le iría bien a esa “clase” de gente. Así lo pensó el fariseo. Sin embargo, Jesús le enseñó, al igual que hoy a nosotros, que él no ha venido para condenar sino para salvar al que se deje. ¡Él fue enviado por Dios para expiar nuestros pecados! En Cristo, el Padre nos busca para sanarnos del pecado y darnos una vida plena y eterna. Sin embargo, no nos obliga, sino que, respetando la libertad que nos regaló, nos invita a reconocer nuestros errores, y a dejarnos ayudar por Él. Como supo hacerlo la mujer del Evangelio, quien “conocía las manchas de su mala vida, (y) corrió a lavarlas a la fuente de la “misericordia”, como afirma san Gregorio.

Aquella mujer actuó con fe. Por eso además de reconocer sus pecados, supo ver en Jesús al único que podía sanarla. Ciertamente fue el Espíritu Santo quien la ayudó a hacerlo. La iniciativa siempre es de Dios. Es Él quien viene en nuestro auxilio para liberarnos del egoísmo, que nos hace ver las cosas como en realidad no son. Así sucedió al rey David, quien cediendo a la tentación, fue de mal en peor; primero gozando de una mujer ajena, y luego, matando al marido de esta. Sin embargo, a través del profeta Natán, Dios le hizo ver la realidad: “Yo te consagré rey… y te liberé… te di poder… y estoy dispuesto a darte todavía más… ¿Porqué, pues, has despreciado el mandato del Señor, haciendo lo que es malo a sus ojos? Entonces David pudo reconocer: “¡He pecado contra el Señor!”

La mujer pecadora, a pesar de la opinión común que la condenaba, buscó el perdón en quien debía: Jesús, quien “dirigiéndose al huésped que se escandalizaba de este hecho –comentaba el Papa Juan Pablo II-, dirá de la mujer: [[quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor]]”. Aquella mujer alcanzó la justificación porque creyó en Jesucristo, que nos amó y se entregó por nosotros. Como ella, acerquémonos con toda confianza a Cristo, quien en el sacramento de la Confesión, a través de su representante, desea perdonar nuestros pecados. Así alcanzaremos la dicha. Y siguiéndole, haremos nuestra vida plena en esta tierra y eterna en el Cielo, sin nunca condenar a nadie, sino acercando a los que nos rodean a Aquel que puede decir: “Tus pecados te han sido perdonados; tu fe te ha salvado; vete en paz”.