Jesús nos comunica su Espíritu de vida eterna

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“Simple en su esencia y variado en sus dones… está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa”. ¿A quién se refería con estas palabras san Basilio Magno?, al Espíritu Santo, la Tercera persona de la Santísima Trinidad, que es el Amor, de quien deriva toda dádiva divina, y por cuyos dones “todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos”. Ese amor, que es el primer don que contiene todos los demás, “Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado” ¡En la Solemnidad de Pentecostés recordamos y vivimos esta verdad!

El Espíritu Santo, presente en la creación, iluminó a los profetas e inspiró las Escrituras y la Tradición. Pero sobre todo, por su obra y bajo su acción, el Hijo único de Dios fue concebido en el seno Virginal de María, y fue ungido para salvarnos y mostrarnos el camino hacia la felicidad plena y eterna, que todos andamos buscando: el amor. Un amor que no puede reducirse solo a un sentimiento, una emoción o un placer, sino que debe ir más allá, haciéndonos capaces de confiar en Dios, y comprender, tratar con justicia, servir y perdonar a los que nos rodean, tal y como Cristo nos ha enseñado con su encarnación, con su vida, con su pasión, con su muerte y con su resurrección.

Pero ¿dónde encontraremos la fuerza necesaria para amar como Jesús?;  en el Espíritu Santo,  “Señor y dador de Vida”,  que Él mismo nos ha comunicado para realizar en nosotros la redención que nos obtuvo en la Cruz, convocándonos en la unidad de su Familia, la Iglesia, donde nos hace hijos de Dios, partícipes de su vida plena y eternamente feliz, que consiste en amar. Así ha calmado nuestra sed de felicidad, llevándonos a “la verdad completa”, y haciendo que de nuestro corazón broten los ríos del agua viva del amor, que nos permiten hacer felices a los demás, renovando de esta manera a toda la tierra.

Vida plena, bajo la acción del Amor increado

La gracia del Espíritu Santo, que se manifestó en Pentecostés, se perpetúa en la Iglesia al ser comunicada por los apóstoles a sus sucesores los Obispos, con el Sacramento del Orden, quienes a su vez hacen partícipes de este don a los sacerdotes y a los diáconos. Y en el sacramento de la Confirmación, se hace posible que sean fortalecidos por Él todos los que, mediante su acción, renacieron en el Bautismo. Así, por el Espíritu Santo, Dios guía a su iglesia a través del Papa y de los Obispos, para unirnos a la Santísima Trinidad por medio de la Liturgia, especialmente de los sacramentos. Él acude con ayuda de  nuestra debilidad e intercede por nosotros en la oración, edifica a la Iglesia con carismas y ministerios, y con el testimonio de los santos,  nos manifiesta la eficacia de su fuerza, que nos transforma en imagen del resucitado.

“Dios es amor” y en el Espíritu Santo nos comunica el poder salvífico de Jesús, dándonos la gracia para amar “como El nos ha amado”. Así nos conduce a la verdad, parea que se seamos capaces de ser libres eligiendo lo que nos edifica, tanto en lo individual como en lo social. Por todo esto, en medio de las alegrías y los problemas de la vida, quienes formamos la Iglesia, perseveramos en oración como los Apóstoles lo hicieron en aquel tiempo junto a María, Madre de Cristo, conscientes de que la paz que tanto anhelamos en nuestra vida personal y social es fruto del amor; de ese amor que Jesús, enviado de Dios, nos ha dado con el Espíritu Santo.

¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!, para que con tu fuerza y tu poder, podamos hacer que todo, la ciencia, la tecnología, las comunicaciones, el derecho, la educación, la cultura, la política, la economía, la diversión, el deporte, las instituciones y la familia estén al servicio de toda persona humana, y podamos alcanzar la vida eterna, proponiéndonos aquello que Santa Teresa del Niño Jesús expresó así: “en el corazón de mi Madre la Iglesia, yo seré el amor”.