Todos buscamos ser felices

.

“Todos los hombres… quieren vivir felices –escribió Séneca- Pero buscando lo que hace feliz la vida, van a tientas, y no es fácil conseguirla. Pues se aleja de ella quien afanosamente la busca por el camino errado. Y si se va en sentido contrario, la misma velocidad aumenta la distancia. Hay que determinar, pues,  primero lo que apetecemos; luego se ha de considerar por donde podemos avanzar a ello más rápidamente. Entonces veremos por el camino, siempre que sea el bueno, cuánto se adelanta cada día y cuánto nos acercamos a aquello que nos impulsa un deseo natural”.

Solo alcanzaremos la felicidad que tanto andamos buscando, si vamos por el camino correcto.  ¿Y cuál es ese camino?, el que Dios mismo, creador de todas las cosas y que nos ha hecho para la dicha, nos ofrece: Jesús. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”, ha dicho nuestro Salvador. ¡Únicamente en Dios alcanzamos la vida plena y eternamente feliz que anhelamos! Así lo expresa el Apocalipsis al anunciar: “Dios enjugará todas sus lágrimas y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”. Por eso, con absoluta certeza, san Agustín afirmó “… al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz”.

Dios es la felicidad, no solo su goce, “porque es todo el bien del hombre”, señalaba santo Tomás de Aquino. Por eso, permaneciendo unidos a Él, que es Amor, alcanzamos la dicha total y sin fin.

De ahí que Jesús, vencedor del pecado y de la muerte,  el único que puede unirnos al Padre, nos invite a entrar en la dinámica del amor: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros, como o los he amado” ¡Él es el modelo, la medida y la meta del amor! Y para que pudiésemos amar como Él, el Resucitado nos ha comunicado toda la fuerza de su amor: el Espíritu Santo. Así nos hace idóneos para habitar en la Patria Eterna, donde Él nos ha precedido.

El amor, camino a la felicidad

Amando nos realizamos plenamente, ya que, al haber sido creados por Dios –que es amor- a su imagen y semejanza, hemos sido hechos para ser amados  y para amar. Sin embargo, quizá en un mundo que nos ofrece ideas confusas, superficiales, parciales, distorsionadas y erróneas, nos lleguemos a preguntar: ¿Qué es el amor? ¿Es una sensación, una emoción, un placer o una pasión?

Algunos lo creen así. Por eso piensan que el amor es sentirse atraídos por un cuerpo, caminar por las nubes, disfrutar la compañía de una persona, y gozar sexualmente de ella. Incluso, hasta su relación con Dios se reduce a “sentir bonito”, concibiéndolo a “su manera”.

La atracción que sentimos por alguien al mirar lo que puede darnos,  es solo la primera etapa del amor. Si nos quedamos en ella, caeremos en la prisión del egoísmo, que nos hará querer a la persona por la satisfacción que nos brinda, y no por lo que es. Y cuando su cuerpo ya no despierte la pasión de antes, no nos divirtamos igual, tengamos que sacrificar algo por atenderla o cuidarla a causa de la enfermedad o la ancianidad, la veremos como un estorbo;  como un objeto desechable. Ese nivel de amor no llena. Porque “el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor”, como dice el Papa Benedicto XVI. El amor verdadero abarca todas las potencialidades humanas: sentimiento, voluntad y entendimiento. Por eso, necesita ser educado para dar “no el placer de un instante, sino… esa felicidad a la que tiene todo nuestro ser”.

El amor es preocuparse y ocuparse por el otro, dispuesto al sacrificio. De ahí que Jesús, el mismísimo amor, compasivo y misericordioso, nos mande amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado. Ciertamente esto exige esfuerzo. Por eso, al animar a los discípulos de Listra, Iconio y Antioquia, Pablo y Bernabé los exhortaban a perseverar en la fe, conscientes de que “hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. Sí, hay que pasar por muchas tribulaciones, como las propias pasiones, las tentaciones y los problemas. Pero si escuchamos a Jesús y dejamos que su Espíritu nos guie, seremos capaces de amarnos los unos a los otros. Así, saldremos victoriosos, y alcanzaremos la dicha eterna que sólo Dios nos puede dar.