Los demás ¿Nos importan?

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Sonó un celular en el baño de vapor. Un caballero contestó y escuchó la voz de una mujer que le dijo: “llamaba para comentarte que vi un abrigo muy bonito, ¿puedo comprarlo? El hombre, después de un momento, respondió: “Si”. “También vi un vestido que hace juego con el abrigo… es un poco caro… “¿Puedo comprarlo?” “Si”, respondió el. La mujer no podía creer lo que oía, pero sabía que debía aprovechar la oportunidad, y continuó: “Hace mucho que mi mamá no nos visita ¿puedo invitarla a quedarse un mes con nosotros?”. El hombre se quedó callado, pero al cabo de un rato respondió: “Si”. “Muchas gracias –dijo la mujer-, voy a llamarla ahora mismo. Adiós”.

Entonces, aquel caballero levantó el teléfono diciendo: “¿De quién es este celular?”.A veces, como aquel individuo que tomó el celular, y que cargó una tarjeta de crédito que no era suya, sin importarle dar, además de esa, otras sorpresas al verdadero dueño, tampoco nos importan los demás. Esa fue la egoísta actitud de los escribas y fariseos, que al sorprender a una mujer en flagrante adulterio, olvidando su dignidad humana y sintiéndose mejores, centraron su atención únicamente en sus acciones equivocadas, y decidieron destruirla a pedradas, sin revisar si quizá ellos mismos habían sido de alguna manera causantes de su error. Y para sentirse “buenos”, se justificaban manipulando la palabra de Dios: “Moisés ha dicho…”

Ante esta triste escena podríamos preguntarnos: ¿Cómo actuamos frente a las fallas de la esposa, del esposo, de los hijos, de los papás, de los hermanos, de la suegra, de la nuera, de la novia o del novio, de los compañeros, de los empleados, de los vecinos, de los sacerdotes, y de la gente que nos rodea? Quizá, reduciéndolos, miremos solamente lo que no nos gusta de ellos. Y sintiéndonos perfectos, terminemos condenándolos con “buenas razones, pero no razones verdaderas” como decía Karen Horney. Analicemos con sinceridad; cuántas veces al hablar o discutir con la pareja, los hijos o una persona, lejos de buscar ayudarles a corregirse y mejorar, lo que pretendemos es desquitarnos de lo que nonos gusta de ellos, atacándolos, lastimándolos y destruyéndolos.

Jesús nos enseña a apostar por la caridad

¡Qué diferente es Dios!, quien, ante el que peca, muestra un amor misericordioso, capaz de perdonar y restaurar. Así lo manifiesta Jesús, quien sin negar que lo que ha hecho la mujer al cometer un adulterio es un pecado, proclama el valor que toda persona humana tiene a los ojos de Dios, como señalaba el Papa Juan Pablo II. Precisamente, por eso, el Padre envió a su Hijo Único, “no a perder lo que había encontrado, sino a buscar lo que había perdido”, como afirmaba san Agustín. Una copa de plata podrá mancharse, pero no deja de ser plata. ¿Qué es lo que necesita?: limpiarse. Nosotros no dejamos de ser grandes ni en nuestra debilidad. Por eso Dios, que nos ama, no desea destruirnos a quienes pecamos, sino purificarnos y hacernos mejores. Lo que le interesa es que nos demos la oportunidad de dejarle renovarnos.

De ahí que Jesús condene al pecado, no a la persona, a la que ama. Y porque la ama, la invita a salir de la cárcel del error, y a vivir de ahora en adelante en la libertad de la verdad. Por eso, no dijo a la mujer “vete, y vive como quieras”, sino “vete y no peques más”. ¡El cambia nuestra suerte, como los ríos cambian la suerte del desierto!, nos ofrece una vida plena y eterna. Por eso san Pablo exclamaba: “Nada vale la pena en comparación al  bien supremo de conocer a Cristo Jesús; olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia delante en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo. No quiero decir que ya haya logrado ese ideal o que sea ya perfecto; pero me esfuerzo en conquistarlo, porque Cristo también me ha conquistado”

¡Dejémonos conquistar por Jesús! Así, reconociendo que no estamos libres de pecado, seremos capaces de escuchar la palabra de Dios, que nos dice: “Todavía es tiempo… conviértanse a mí de todo corazón porque soy compasivo y misericordioso”. Sí; Dios es compasivo y misericordioso. Por eso nos espera en el sacramento de la confesión, para decirnos por medio del sacerdote: “Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más”. Así experimentamos su perdón que restaura,  que nos permite seguir adelante, amando a los demás, como él nos enseña: no justificando las faltas y pecados, sino perdonando con misericordia al que cae, y ayudándole a levantarse, de modo que todos podamos exclamar: ¡Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor!”