Sé muy bien quien soy, y quién puedo llegar a ser
XXVII Domingo Ordinario Ciclo B
Si quieres ser perfecto (cfr. Mc. 10, 17-30)
En la primera salida que hizo de su tierra, Don Quijote se encontró con un grupo de mercaderes a quienes pretendió obligar a confesar que no había en el mundo doncella más hermosa que Dulcinea del Toboso. Y como éstos no aceptaron hacerlo, arremetió contra ellos con su lanza; pero su caballo rocinante cayó, y él terminó en el suelo. Uno de los mercaderes se acercó, y le dio tal paliza, que ya no pudo levantarse. Más tarde pasó por ahí un labrador, vecino suyo, quien al verle, lo levantó. Entonces Don Quijote comenzó a dar al labrador nombres de nobles, y asimismo, los de grandes caballeros andantes. “Mire vuestra merced –dijo el labrador-, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana”. “Yo sé quién soy –respondió don Quijote-, y sé que puedo ser…
En el evangelio encontramos a un joven que sabía quién era, y que podía llegar a ser. Por eso, anhelando alcanzar una vida plena de significado y dichosa por siempre, se acerca a Jesús, e intuyendo que hay una conexión entre el bien moral y lo que desea, de rodillas, le pregunta: “Maestro bueno ¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”. Aquel muchacho no pide un milagro ni cosas materiales, sino “sabiduría”, que es más que la salud y la belleza, ya que su “resplandor no se apaga”. Como él, seguramente también nosotros, que sabemos lo que somos y lo que podemos llegar a ser, nos acercamos a Cristo, presente en su Iglesia a través de su Palabra y de sus sacramentos -particularmente la Eucaristía-, para rogarle: “Enséñanos a ver lo que es la vida”.
Antes de responder, Jesús interroga al joven: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios”. Así, quiere que aquel muchacho, y también nosotros, seamos conscientes que Él es Dios, y que nadie “puede ser buen Maestro sin Dios”, como señala san Beda. “Solo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque Él es el bien”, afirmaba el gran Papa Juan Pablo II. Por eso, Dios inscribió en la naturaleza del ser humano una ley moral que le orienta, a través de la conciencia, a fin de que conozca los caminos que ha de seguir conforme a su naturaleza, para llegar a la plena realización y a la bienaventuranza eterna; Ley que escribió en los Mandamientos dados a Moisés, para que, tras la caída original, todos pudieran percibirla con claridad.
Para ser perfectos
Por eso, al joven que le pregunta cómo conseguir la vida eterna, le responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos”. Son como el mapa del tesoro que, señalándonos el camino que debemos recorrer, nos advierte los peligros que hemos de evitar. “Los diversos mandamientos del Decálogo –decía el Papa Juan Pablo II- no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo… los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor”. Por eso, el joven que dice haberlos guardado, ante Jesús, verdadero Dios que al encarnarse se nos ofrece como Modelo de humanidad perfecta, sabe que todavía le falta algo.
Entonces Jesús, mirándolo con amor, le dice: “Solo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. Con estas palabras, invitaba a aquel joven –y ahora a nosotros- a adherirnos a su persona, a compartir su vida, que tiene por fundamento y por centro el amor a Dios y al prójimo. Quien lo hace, comprende que las riquezas no son malas, “sino que lo son los que las tienen para guardarlas –como advierte Teofilacto- es preciso no atesorar, sino usar de las riquezas en lo que es necesario y útil”. ¡Esos son dichosos!, porque confiando en el camino que Dios nos muestra, son libres, y pueden, ya desde ahora, participar del Reino de Dios, que hace la vida plena y eterna, más allá de este mundo transitorio.
“Pero al oír estas palabras –dice el Evangelio-, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes”. ¿Qué le faltó?; comprender que “imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas, como señalaba el Papa Juan Pablo II. Pero, con la gracia de Dios y nuestra libertad, sí será posible. San Pablo lo recuerda cuando dice: “la Palabra de Dios es viva y eficaz” ¡Es verdad!; si acudimos a Él y ponemos de nuestra parte, Dios hará posible que maduremos en la libertad y que alcancemos esta vida plena y eterna que tanto andamos buscando. Por eso, san Agustín oraba así: “Da lo que mandas y manda lo que pides”. ¡Confiemos en Dios para que no tengamos que declararnos vencidos ni apesumbrados! Fiados en Él, podremos llegar a ser lo que deseamos y Él nos llama a ser.