No es bueno que el hombre esté solo
XVI Domingo Ordinario Ciclo B
Jesús se compadeció de ellos (cfr. Mc 6, 30-34)
La soledad es el drama más terrible que podemos sufrir. “La auténtica y radical soledad –escribió el Papa Benedicto XVI-, eso sería lo que los teólogos llaman infierno… todo el miedo que hay en el mundo es, en definitiva, miedo a esta soledad”. Y ese miedo es comprensible, ya que Dios no nos creó para la soledad. “No es bueno que el hombre esté solo”, señaló desde el principio el Creador. Sin embargo, a raíz del pecado original, que nos alejó de Dios, la soledad se ha convertido en una experiencia universal. Porque aunque la gente que nos ama esté cerca de nosotros para acompañarnos en las alegrías y las penas, y nos muestre su amor y solidaridad, no obstante, en lo más íntimo de nuestro ser hay un espacio, el más profundo, que ni los gestos más afectuosos ni las palabras más reconfortantes logran llenar.
Por eso Hermann Hesse escribió: “Vivir es estar solo. Ningún hombre conoce al otro, cada uno está solo”. “El miedo auténtico del hombre (la soledad) no puede vencerse con la razón, sólo se puede vencer con la presencia de alguien que lo ama”, escribió el joven teólogo Joseph Ratzinger. Y ese “alguien”, para llegar a lo más íntimo de nuestro ser, rescatarnos de la soledad y conducirnos a una plenitud sin fin, tiene que ser una persona cuyo amor no tenga límites; que pueda abarcar todo, por siempre y para siempre. Es más; esa persona tiene que ser el mismísimo amor. Y “Dios es amor”. Él se nos ha entregado totalmente en Cristo. Por eso, Jesús es nuestra paz, ya que nos acerca al Padre y nos une a todos en un mismo Espíritu. ¡Así nos libera de la soledad!
Jesús, el amor encarnado, nos conoce perfectamente en lo más íntimo y profundo de nuestro ser. Por eso, quien se deja encontrar por Él, ya no está solo ¡Nunca más lo estará! Al mismo tiempo, Jesús es el pastor que, revelándonos toda la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos, nos conducen a la auténtica vida. Por eso, los que a partir del Bautismo nos hemos convertido en ovejas suyas, lo seguimos. Al igual que la gente en aquel tiempo, corremos hacia Él que, presente en su Iglesia, sigue compadeciéndose de quienes, en medio de este mundo estupendo y dramático, buscamos quien nos guie hacia una vida plena de sentido y eternamente dichosa. En Cristo, Dios cumple su promesa: reunir a la humanidad, que había sido dispersada por el pecado y confundida por los falsos pastores, para conducirla a la verdadera vida.
El Señor es mi pastor, nada me faltará
Jesucristo es el Buen Pastor que nos enseña a usar nuestro cuerpo, a vivir nuestra sexualidad, a acrecentar nuestra inteligencia, a fortalecer nuestra voluntad y nuestro espíritu; a actuar en nuestra familia, en nuestro matrimonio, en nuestro noviazgo, en nuestros ambientes de amistades, de estudios y de trabajo, y en este mundo, para que alcancemos la plenitud sin final. Jesús no descansa; está dispuesto a dedicarnos todo su tiempo, convocándonos en su Iglesia –para que no estemos solos- guiándonos con su Palabra, sanándonos en el sacramento de la Reconciliación, alimentándonos con su propio Cuerpo y con su propia Sangre en la Eucaristía, y escuchándonos en la oración. Por eso, con el salmista, podemos exclamar: “El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo…”
“El verdadero pastor –comenta el Papa Benedicto XVI- es aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto”. Saber que existe Aquel que entra con su amor ilimitado en lo más profundo de nuestro ser llenándonos por completo, y que nos acompaña siempre, incluso en la muerte, para que podamos vencerla, nos libera de la soledad y nos llena de esperanza.
Esta es la esperanza que debemos comunicar a los demás compadeciéndonos, con Cristo y como Cristo, de aquellos que andan solos, “como ovejas sin pastor”, conscientes de aquello que San Agustín decía: “Si… hablo no de mis pensamientos, sino exponiendo la Palabra de Dios, es el Señor quien os apacienta por mediación mía”. Como Jesús, seamos sensibles a las necesidades de comprensión, cariño, justicia, respeto, ayuda y perdón del cónyuge, de los hijos, de los padres y hermanos, de la novia o del novio, de los amigos, de los vecinos, de los compañeros de estudios o de trabajo, y de la gente que nos rodea, dispuestos a renunciar al juego, a la diversión y al descanso, para dedicarles el tiempo que necesitan, siendo para todos “caricia de Dios”.