Los testigos de la Luz

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III Domingo de Adviento Ciclo B

Vino como testigo, para dar testimonio de la luz (cfr. Jn 1, 6 – 8. 19 – 28)

Al tomar posesión como Arzobispo de Nueva York, Monseñor Edgard Michael Egan, compartió una experiencia que había vivido como Obispo Auxiliar, en la Parroquia del Sagrado Corazón, al Sur del Bronx,  a donde había acudido para ordenar a cinco diáconos de la congregación fundada por la Madre Teresa: durante el ofertorio, entro un hombre ensangrentado, pidiendo ayuda a gritos. Inmediatamente, la Madre Teresa lo llevó a la Sacristía.  La celebración continuó, y al final, un joven elegantemente vestido se ofreció a llevar a Monseñor Egan a su casa. Al llegar, el joven le dijo: “Yo estaba en la Sacristía cuando llevaron al hombre ensangrentado. Lo habían golpeado salvajemente y su lenguaje era terrible. Pero la forma en que la Madre Teresa, dos religiosas, el Párroco y dos laicos le atendieron fue maravillosa. Nunca en mi vida había visto algo parecido…: le lavaron la sangre, lo curaron, le consiguieron ropa nueva y un lugar donde pasar la noche… ¡Padre, era todo lo que Jesucristo había enseñado!”. El joven calló un momento, y después continuó: “estoy ganado mucho dinero con la Bolsa de Valores. Pero necesito formar parte de lo que he visto con mis ojos esta tarde en la Sacristía. El dinero no basta. Necesito algo más”. (1)

Este impacto, que  invita a los demás hacer la vida plena, sólo puede ser causado por aquellos hombres y mujeres que, conscientes de su misión, aceptan, con la gracia de Dios, el reto de ser testigos de la luz. Así lo vemos en San Juan Bautista, que, enviado por Dios, vino “para que todos creyesen por medio de él”, como señala el Evangelio. Juan no se colocó en un lugar que no le correspondía; no pretendió imponer a los demás sus propias opiniones acerca de Dios, del universo, del sentido de la vida, de cómo relacionarnos con el Señor,  y de lo que es bueno y malo, sino que, con humildad, reconoció: “Yo no soy el Mesías”, “Yo soy la voz que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor”. ¡Juan, con su oración, su vida de penitencia, sus palabras, sus obras y su ejemplo, invitaba a todos a encontrarse con Dios, que en Jesús de Nazaret viene a nosotros para hacer nuestra vida plena y eterna!

En Jesús se cumple plenamente aquello que el profeta Isaías anunció: “El Espíritu del Señor está sobre mí,  porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos y la libertad a los prisioneros” (2) ¡Jesús ha venido a liberarnos del pecado y a llevarnos a Dios, en quien alcanzamos la plenitud, en quien el universo es totalmente renovado, y en quien la vida se hace eternamente dichosa! Por eso, la Virgen María, que con su “sí” a la iniciativa divina había concebido a Aquel que es la Luz del mundo, exclamó: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador” (3). Ella como Juan el Bautista y muchos santos y santas, comprendió que solo en el encuentro con Jesús podemos realizar la plenitud de nuestro ser.

Enderecemos las sendas a Jesús, el festejado de la Navidad

Sin embargo, por desgracia, a veces olvidamos la grandeza de nuestra identidad cristiana. Esto se nota incluso ahora que estamos preparándonos a celebrar el nacimiento del Redentor: muchos cristianos, dejándose influir por una cultura confusa  en la que se hace bastante propaganda a la  Navidad sin decir que es exactamente lo que se celebra en ella, terminan cayendo en la tentación de prepararse para una “Navidad” sin Navidad, comprando regalos, arreglando la casa, organizando posadas y convivencias pre-navideñas” –en las que frecuentemente se bebe demás, hasta degradarse y provocar situaciones tensas con la familia, los vecinos y compañeros-, y haciendo planes para la cena de Noche Buena, olvidando al gran festejado: Jesús.

Para no dejarnos arrastrar por esa corriente que nos empuja al sinsentido, debemos escuchar al enviado de Dios, Juan, un hombre con identidad que no se dejó manipular. Así pudo dar testimonio de quien era y de Aquél que lo enviaba. “negó claramente lo que no era –escribe San Gregorio Magno-, pero no negó lo que era” (4) ¡Cómo necesitamos hacer lo mismo, conscientes de nuestra identidad!; negar que seamos el centro del universo o sólo cuerpo temporal,  y afirmar que somos criaturas hechas por Dios a imagen y semejanza suya, rescatadas en Cristo para ser, por la fuerza del Espíritu Santo, hijos de Dios, convocados en su Iglesia, llamados a una vida plena y eterna. De esta manera, seremos testigos de la luz, para que todos crean en Él. “La iglesia de hoy –afirma el Papa Benedicto XVI- debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12) (5).

 “Al igual que Dios es soberanamente libre al revelarse y entregarse, porque sólo lo mueve el amor –comenta el Papa Benedicto XVI-, también la persona humana es libre al dar su asentimiento” (6). ¿Cómo dar nuestro asentimiento? San Pablo nos lo dice: “Hermanos: Vivan siempre alegres, oren sin cesar, den gracias en toda ocasión, pues esto es lo que Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús. No impidan la acción del Espíritu Santo… sométanlo todo a prueba y quédense con lo bueno. Absténganse de toda clase de mal (7). Si hasta ahora no lo hemos hecho, este es el momento de enderezar el camino del Señor, conscientes de que Él nos brinda su ayuda por medio de su Palabra, de sus sacramentos, y de la oración. Así, con su gracia, podremos vivir conforme a nuestra identidad, siendo hombres y mujeres de Dios que den testimonio de la luz, invitando al cónyuge, a los hijos, a los padres, a los hermanos, a los suegros, a las nueras y yernos, a la novia o al novio, a los parientes, amigos, vecinos, compañeros de trabajo y de estudio a hacer lo mismo, exclamando, como el joven del que hablaba el Cardenal Egan: “¡Necesito algo más!”.

Mira, Señor, a tu pueblo

que espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo,

y concédele celebrar el gran misterio de nuestra salvación

con un corazón nuevo

y una inmensa alegría.

Por nuestro Señor Jesucristo.

Amén