La primacía de la gracia

Cuenta una narración que un rey, cuyos dominios estaban a punto de ser invadidos, envió a un caballero para pedir ayuda a un reino vecino. Cuando el caballero estaba a punto de salir montado en su brioso caballo, el caballerango le advirtió: “Cuidado señor, porque un clavo de la herradura de su caballo está flojo”, a lo que el caballero respondió: “¿Qué no ves que llevo prisa como para detenerme a atender detalles como ese? ¡A mi vuelta lo arreglaré!”. Pero por el camino se cayó el clavo, se zafó la herradura, se tropezó el caballo, se rompió la pata, y el jinete no pudo llegar a tiempo para pedir ayuda, con lo que el reino se perdió. “Por un clavo se perdió la herradura. Por una herradura se perdió el caballo. Por un caballo se perdió el jinete. Por un jinete se perdió la batalla. Por una batalla se perdió el reino”, dice una canción popular inglesa. Moraleja: por un clavo, se perdió un reino. 
 
Muchas veces, las cosas más grandes dependen de otras muy pequeñas, que van generando una cadena de sucesos. Por eso, Jesús compara el Reino de Dios –que Él mismo ha venido a inaugurar y que tiene por germen a la Iglesia-, con un pequeño grano de mostaza, que va desarrollándose poco a poco, hasta cobijar a toda la humanidad. Sin embargo, a cada uno corresponde aceptar esa semilla que Dios siembra en los corazones a partir del Bautismo.“El Reino de Dios –comenta el Papa Benedicto XVI –no se encuentra en alguna parte sobre la carta geográfica… su lugar es la interioridad del ser humano. De ahí crece y desde ahí opera”. Por eso, para que no nos suceda lo del reino perdido por un clavo, el Señor nos invita a no descuidarlo esencial: confiar en la primacía de la gracia.
 
“Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma –cometa el Papa Juan Pablo II-: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real de su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en… la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, no podemos hacer nada (cfr. Jn 15, 5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad”.
 
No irse con la “finta”
 
Sin embargo, en una época pragmática como la nuestra,  en la que se tiende a dar valor a las grandes empresas que reditúan beneficios inmediatos, quizá lleguemos a preguntarnos si de verdad vale la pena invertir tiempo y esfuerzo en esta “semilla de mostaza”, que es el Reino de Dios,  y si en realidad este Reino tiene algún poder concreto. Esto se agudiza sobre todo en una sociedad que, mirando solo la superficie, reduce la ser humano y la realidad a lo material e inmediato. Así, con una visión mutilada, no se alcanza a comprender el ser y la vida en su totalidad, lo que lleva a pensar que sólo tiene poder lo que es útil para ofrecer a la persona un bienestar físico, afectivo, social y material en esta tierra.
 
El poder del Reino de Dios, que se manifiesta en Cristo, nos permite mirar la realidad en su totalidad definitiva, dando así sentido a todo en esta tierra,  y proyectándolo todo a la plenitud sin fin en el Cielo ¡Por eso es el mayor de todos los reinos,  al que ninguno se puede comparar! Esto es lo que Dios anuncia al pueblo de Israel que, oprimido por Babilonia, sufría el destierro; le hace saber que Él sigue con sus planes, y que inaugurará y enaltecerá una nueva dinastía, con un renuevo de David, que vencerá al opresor. Esto se cumple plenamente en Cristo, que ha vencido para siempre al poder del pecado, del mal y de la muerte. Por eso, en medio de las alegrías y de las penas de este destierro terreno, podemos avanzar “llenos de buen ánimo”, como dice San Pablo, porque sabemos que cada uno recibirá conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal.
 
De ahí que Jesús, queriendo hacernos partícipes de ese Reino, nos invite a cooperar con la gracia que ha sembrado en nosotros. “La semilla –comenta San Jerónimo- es la Palabra divina, la tierra el corazón humano… La semilla crece día y noche, porque después del sueño de Cristo en el sepulcro germinó más y más en la fe el número de los creyentes, tanto en la prosperidad como en la adversidad, y se desarrolló con las obras”. “Cuando concebimos buenos deseos, echamos la semilla en la tierra –escribe por su parte san Gregorio Magno-; somos como la hierba cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y… al afirmarnos en esta perfección, es cando podemos representarnos en la espiga llena de fruto”. ¡No tengamos miedo, ni siquiera de nuestra debilidad! Pongamos todo de nuestra parte; y conscientes de que el Señor lo puede todo, digámosle con fe: “Dios mío, confío en ti!”.