La peor ceguera: el pecado

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Bartimeo estaba ciego; sumido en las tinieblas no podía verse a si mismo, a los que le rodeaban, ni a este mundo maravilloso. Por eso estaba sentado al borde del camino, solo, resignado a vivir de limosna. “Esta narración –comenta el Papa Benedicto XVI-, evoca el itinerario del catecúmeno hacia el sacramento del bautismo… (que) inicia con la humildad de reconocerse necesitado de salvación, y llega al encuentro personal con Cristo, que llama a seguirlo”. Este seguimiento debe renovarse continuamente, ya que, aunque el Bautismo nos libera de la oscuridad del pecado y nos ilumina al hacernos hijos de Dios, miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y templos del Espíritu Santo, no obstante, en nosotros permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como una inclinación al mal llamada concupiscencia, que, cuando la consentimos, nos lleva a reincidir en la ceguera.

Por eso, de alguna manera, todos podemos sentirnos identificados con Bartimeo, ya que, cuando nos dejamos derrotar por la tentación, quedamos sumidos en las tinieblas del pecado, que no nos permite comprender nuestra dignidad, ni la de los demás, ni la realidad en su dimensión global y profunda; entonces nos “mutilamos” a nosotros mismos ya a los demás, percibiendo solo lo biológico, tratando al cónyuge, a los hijos, a los papás, a los hermanos, a la novia, al novio, a los amigos, a los vecinos, a los empleados, a los compañeros de estudio o de trabajo, y a la gente que nos rodea, como si fueran solo un objeto del que podemos extraer un placer o una ganancia; al tiempo de reducirnos la realidad a lo material, a lo práctico e inmediato. Así, quedamos alienados del camino de la vida plena y eterna, sentados en la soledad de la orilla, resignados a existir con la limosna de una sensación superficial y pasajera, que nunca podrá llenarnos.

Sin embargo, Bartimeo reconoció su situación, y no se conformó. Al escuchar que pasaba el Señor, no perdió la oportunidad ni la aplazó para después; armándose de valor y confianza, imploró: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Y aunque algunos lo reprendían para que se callara, Bartimeo no se dejó intimidar; perseveró cada vez con más  fuerza ¡Cuántos, cuando decidimos salir de las tinieblas de una existencia oscura, mediocre, apartada del camino de la auténtica vida, y sobrellevada con la limosna incompleta y pasajera de la vanagloria, de los placeres lícitos, de diversiones insanas, y de la búsqueda predominante de cosas materiales, nos “reprenden” diciendo que eso de ir a la Iglesia, confesarse y comulgar es volverse “mocho”, “aburrido”, y no saber vivir! Pero ¿vamos a dejar que estas presiones nos manipulen y nos arrinconen a la vera del camino? O tendremos la decisión firme, como Bartimeo, de ir en pos de algo mejor.

Grandes cosas hace el Señor por nosotros ¡Confiemos en Él!

Jesús no desoyó la súplica de aquel hombre; se detuvo y dijo: “Llámenlo”. Hoy también nos llama a través de su Iglesia, con la fuerza de su Palabra –contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición-, para preguntarnos: “Qué quieres que haga por ti”. Así se encuentran Dios, con su voluntad de curar, y nuestro deseo de ser sanados ¡No esperemos más!; como Bartimeo, pongámonos de pie inmediatamente para implorarle, en el sacramento de la Reconciliación: “Maestro, que pueda ver”. Entonces Cristo, que ha sido constituido por el Padre sumo sacerdote para intervenir en favor nuestro, hará resplandecer en nosotros la verdadera vida, plena y eterna. De esta manera, se cumple lo anunciado por el profeta Jeremías: “Griten de alegría… regocíjense… proclamen, alaben y digan: El Señor ha salvado a su pueblo”. Él, y solo Él, puede cambiar completamente nuestra existencia,  “como cambian los ríos la suerte del desierto”.

Así lo experimentó, entre otros muchos, san Agustín (354-430), quien, habiendo conocido por santa Mónica, su madre, al Salvador, cegado por una enorme crisis moral e intelectual, se dejó arrastrar por sus pasiones y el ejemplo de malas amistades. Hasta que, habiendo tocado fondo y arrepentido de sus pecados, decidió buscar la verdad. Sin embargo, al hacerlo a tientas, se aferró a la herejía maniquea, creada por el persa Mani, quien haciendo una mezcla de diferentes enseñanzas orientales, ofrecía una explicación dizque científica de la naturaleza; algo así como el “New Age”, tan de moda hoy. Pero su madre y san Ambrosio, obispo de Milán, lo condijeron hacia Jesús. Entonces, Agustín pudo decir: “…penetré en mi interior, siendo tu mi guía… Entré, y vi con los ojos de mi alma… una luz inconmutable… que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo…”

“¡Oh eterna verdad,  verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios… fuiste tú quien me elevó hacia ti. Para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo –escribe san Agustín-… yo buscaba el camino… y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador… el hombre Cristo Jesús… Dios bendito por los siglos… brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera…”. “No hay nada que pueda desear el ciego con preferencia a la vista –comenta san Beda-, puesto que tenga lo que tenga, no puedo verlo”. Conscientes de esto, como Bartimeo, imploremos al Señor: “¡Maestro, que pueda ver!”. Así, iluminados por Cristo, comprenderemos quien es Dios, que somos nosotros, y que la realidad total, y que solo el amor da sentido a la vida familiar y social. De esta manera, llevaremos al mundo a Jesús, la luz que nos permite verlo todo, y que nos alcanza la plenitud sin fin.