La cautividad del pecado, que nos deja sordos y mudos

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En su incomparable Quijote, Cervantes presenta la historia de un hombre de rico linaje que, luego de recibir de su parte la herencia, se embarcó para enfrentar a los turcos en la Batalla de Lepanto. Sin embargo, en medio de la triunfal batalla, fue el único desdichado que cayó en cautiverio al saltar en la galera contraria. “Me  aquella noche que siguió a tan famoso día con cadenas en los pies y esposas en las manos… solo entre mis enemigos”, comenta cuando, una vez libre, narra la historia del terrible cautiverio que tuvo que soportar. Y firma: “…no hay en la tierra, conforme a mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida”.

En la actualidad, muchos son cautivos del pecado;  habiendo recibido de Dios el don de la vida y de la redención, han saltado de la barca de la Iglesia hacia la del infernal enemigo, creyendo que ahí serian libre. Sin embargo, el tentador termina por encerrarles en la solitaria prisión del egoísmo, aislándolos de tal forma que ya no alcanzan a escuchar a Dios que ha puesto en nuestros corazones una ley moral que nos orienta a través dela conciencia, a fin de que conozcamos los caminos que hemos de seguir conforme a nuestra naturaleza, para llegar a la realización plena; ley que, además, Él escribió en la que dio Moisés”.

En esta cautividad, los prisioneros llevan las cadenas de la soberbia, de la lujuria, de la ira, de la gula, de la avaricia, de la envidia y de la pereza, que les impiden escapar hacia la libertad. Entonces, sumidos en la soledad, comienzan a sentirse tan vacíos, que se vuelven incapaces de comunicarse. “Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo –señala el Papa Benedicto XVI-… ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias… que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de Él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar de hablar con Él… Al faltar esta percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general”

¡Ánimo! Dios viene a salvarnos; a nosotros toca ser responsables

Sin embargo, no todo está irremediablemente perdido para los cautivos del pecado; el Señor proclama: “Digan a los de corazón apocado: ¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios viene ya para salvarlos… los oídos de los sordos se abrirán… y la lengua del mundo cantará”. En Cristo, Él se acerca para liberarnos dela cautividad del enemigo y convocarnos en su Reino, donde libres de verdad, podemos alcanzar una vida plena en esta tierra y absolutamente dichosa en la eternidad. Contemplándolo, debemos reconocer, con el salmista, que “El Señor siempre es fiel a su palabra… hace justicia al oprimido… y libera al cautivo… Abre… los ojos de los ciegos y alivia al agobiado”.

“Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo”, dice el Evangelio. En esos que llevan a aquel hombre disminuido, podemos ver a los bautizados que formamos la iglesia, heredera del Reino, que lleva al encuentro con Cristo a todos, sin hacer favoritismos. Entonces, Jesús tocó a aquel hombre, y mirando al Cielo, lo sanó. “Alzó los ojos al cielo –comenta san Beda-, para enseñarnos que es de allí (de Dios) de donde el mundo debe esperar el habla, el sordo el oído y todos los enfermos la salud”. “Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar –afirma el Papa Benedicto XVI-, nos dice cómo debemos actuar”.

En nuestro bautismo, Jesús nos tocó y dijo: “Effetá”, “Ábrete”, para hacernos capaces de escuchar a Dios, de hablarle, y de hablar de Él a los demás. Sin embargo, este sacramento no es magia; abre un camino que nosotros debemos recorrer de manera responsable, procurando conocer, celebrar y vivir cada vez mejor la fe. Esto implica escuchar al Señor que nos habla por medio de su palabra, con la guía del Magisterio; que nos orienta en los consejos de nuestros padres y de la gente honesta que nos ama; y que, en la voz de quienes padecen alguna necesidad, clama nuestra ayuda. También implica hablar con Dios en la oración para alabarle, agradecerle, implorarle por nosotros e interceder por los demás, comprometiéndoos a comunicar su amor a los que nos rodean, de tal manera que, al vernos, todos exclamen: “¡Qué bien lo hace todo Jesús!”.