El dolor: compañero inseparable de la vida

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V DOMINGO ORDINARIO CICLO B

Curó a muchos enfermos de diversos males (cfr. Mc 1, 29-39)

El mundo es bello y la vida una aventura maravillosa, no cabe duda. Nuestro cuerpo es un sistema extraordinariamente diseñado; nuestras emociones, sentimientos, y afectos nos abren al encuentro con los otros,  con lo otro y con el Otro; nuestra inteligencia posibilita que captemos la realidad y la razonemos para desarrollarnos, perfeccionar la tierra, y alcanzar la verdad; nuestra voluntad nos permite conducirnos libremente para lograr la realización de nuestro ser. Sin embargo, las nubes del dolor oscurecen frecuentemente este hermoso paisaje. “De una forma o de otra, el sufrimiento parece ser, y lo es, casi inseparable de la existencia terrena del hombre” (28).

Estas expresiones, pesimistas para algunos, son,  por el contrario, verdaderamente realistas, como lo confirma la experiencia de cada uno, ya que el dolor, irremediablemente, nos sale al paso a todos en determinado momento: un accidente, una enfermedad, una depresión, una desolación, una discapacidad, el drama de la violencia, la tristeza de la desilusión, problemas con la pareja, la familia, los amigos, los vecinos, la escuela o el trabajo; la pena de ver como alguien a quien se ama se pierde por el mal camino, la ansiedad de no saber que ha sucedido con un pariente o amigo que se ha extraviado o ha sido secuestrado; la desesperación de una grave necesidad económica, la nostalgia de la migración, el fallecimiento de un ser querido, la inminencia de la propia muerte.

El terreno del sufrimiento humano es amplio y pluridimensional: no se reduce al dolor físico; también existen las penas del alma: el fracaso, la desilusión, un amor no correspondido, la soledad. Y, puesto que somos un complejo unitario, el dolor experimentado en una de las dimensiones de nuestro ser, afecta a las demás. Así, por ejemplo, un dolor de cabeza influye en el estado de ánimo, en los propios quehaceres, y en las relaciones interpersonales. Por eso, en medio de su sufrimiento, Job exclamó: “…me han tocado en suerte meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor… Mis días… se consumen sin esperanza” (29) ¡Cuantos podríamos hacer nuestras estas palabras!

“Todos te andan buscando”

Sin embargo, Dios no nos deja solos; envía a su Hijo, que se ha encarnado para hacer suyas nuestras debilidades y cargar con nuestros dolores (30). Así lo manifestaba el Evangelio de hoy, en el encontramos a Jesús acercándose a la suegra de Simón para sanarla, y entregándose a curar a los enfermos y a los poseídos del demonio. Él “sana los corazones quebrantados y venda las heridas” (31). Pero, ¿de donde le viene la fuerza para hacer suyas las debilidades de la gente y cargar con sus dolores?; de su unión con el Padre, a quien busca en el silencio de la oración. Y es precisamente la oración de los discípulos, representada en el aviso que hacen a Jesús sobre la enfermedad de la suegra de Simón, la que favorece el encuentro del Redentor con aquella mujer, a la que sana.

Por eso san Beda comenta: “Tan pronto como ruegan al Salvador, cura Él espontáneamente a los enfermos. De este modo muestra que las pasiones y los vicios se mitigan siempre con los ruegos de los fieles” (32). “La intercesión cristiana participa de la de Cristo –señala el catecismo-: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca “no su propio interés si no el de los demás” (Flp 2, 4)” (33). Nosotros, a quienes Cristo se ha acercado por intercesión de la Iglesia y nos ha sanado, debemos levantarnos de la esclavitud del pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios, sirviendo a los que nos rodean.

San Pablo lo comprendió; por eso, habiendo sido sanado por Cristo, se hizo todo a todos, a fin de ganarlos a todos (34), entregándose a anunciar el Evangelio, es decir, la presencia de Dios en el mundo por medio de su Hijo Jesús. Como Él, acerquémonos a quienes sufren, y, con nuestras palabras y obras, anunciémosles a Jesús, que nos revela que Dios, que no hizo la muerte ni el mal (35), ha elevado el sufrimiento humano a nivel de redención (36), ofreciéndonos la certeza de que el dolor no prevalecerá ni nos privará de la propia dignidad, ni de la vida plena y eterna (36), ya que Él nos regala “la promesa de un amor indestructible” (37). Conscientes de esto, dirijámonos constantemente a Él, para interceder por quienes sufren, diciéndole, con confianza: “Todos te andan buscando”.