El Cordero de Dios nos pregunta: ¿Qué buscan?

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II Domingo Ordinario Ciclo B

Hemos encontrado al Mesías (cfr. Jn 1, 35-42)

“El pasado domingo, en que celebramos el Bautismo del Señor, comenzó el tiempo ordinario del Año Litúrgico. La belleza de este tiempo está en el hecho de que nos invita a vivir nuestra vida ordinaria como un itinerario de santidad, es decir, de fe y de amistad con Jesús, continuamente descubierto y redescubierto como Maestro y Señor, camino verdad y vida del hombre. Es lo que nos sugiere, en la liturgia de hoy, el evangelio de San Juan, presentándonos el primer encuentro entre Jesús y algunos de los que se convertirían en sus apóstoles” (1), comenta el Papa Benedicto XVI, quien señala que las dos palabras singularmente significativas de este pasaje son: “buscar” y “encontrar” (2).

Los dos hombres que siguieron a Cristo eran discípulos de Juan el Bautista. Esto deja ver que eran personas que buscaban sinceramente a Dios, conscientes de que solo en Él se haya la plenitud y la eternidad. Su apertura les hizo dóciles cuando Dios, por medio de su enviado Juan, los dirigió a Jesús, presentándolo como “el Cordero de Dios” (Jn 1, 36). ¿Qué quería decir esto? Para comprenderlo, es preciso remontarnos a un texto del Antiguo Testamento, al canto del Siervo de Dios en el libro del profeta Isaías, en el que se anuncia a un siervo doliente que, “como un cordero al degüello era llevado” (3). Jesús, crucificado durante la fiesta hebrea de la Pascua, es el verdadero Cordero del éxodo que libera de la tiranía del pecado, y es el camino que conduce a la tierra prometida, la unión con Dios, donde toda esperanza se ve cumplida (4).

Seguramente los dos discípulos comprendieron algo de lo que Juan quiso decirles; por eso siguieron a Jesús, quien los invitó a tomar conciencia de esto al preguntarles; por eso siguieron a Jesús, quien los invitó a tomar conciencia de esto al preguntarles: “¿Qué buscan?”. También nos lo pregunta a los discípulos de hoy, que en este mundo estupendo y dramático buscamos a quien pueda liberarnos de la esclavitud de las falsas imágenes de Dios, de las ideologías acerca de la persona humana, de las cadenas del pecado y de la prisión de la muerte; a quien pueda mostrarnos al verdadero Dios, y pueda decirnos quiénes somos, y qué sentido tiene nuestro cuerpo, nuestros sentimientos, nuestra inteligencia y todo cuanto existe;  a quien pueda indicarnos cómo hacer de nuestra familia, de nuestro noviazgo y de nuestra sociedad una comunidad de amor, y cómo alcanzar una vida completamente dichosa que no tenga fin.

“Habla Señor que tu siervo escucha”

Aquellos discípulos respondieron a Jesús: “Maestro, ¿dónde vives?”, conscientes de que aquello que buscaban podían encontrarlo solo en Jesús, quien, invitándolos a entrar en comunión con Él, les dijo: “Vengan a ver”. Ellos quedaron tan impresionados de su encuentro con Cristo, que inmediatamente Andrés habló de Él a su hermano Simón, diciéndole: “Hemos encontrado al Mesías”. ¡Hoy la Iglesia repite a todos esta gran noticia!; y a través de ella, Jesús vuelve a decirnos a cada uno: “Venid y lo veréis”. Nos invita a encontrarlo en su Iglesia, escuchando su Palabra, recibiendo sus sacramentos, sobre todo la Eucaristía, y platicando con Él en la oración. Así, a través de un trato frecuente y cada vez más profundo, podremos reconocerlo como “el Cordero de Dios”, que con su sacrificio amoroso nos libera de la soledad del pecado para introducirnos por siempre en la comunión dichosa de la Santísima Trinidad.

¡Dejémonos encontrar por Jesús, y estrechemos con fe la mano amorosa y salvífica que nos tiende! ¡No desoigamos su invitación! Imitemos al joven Samuel, quien dejándose orientar por el sabio Elí, respondió a la llamada del Señor: “Habla Señor, que tu siervo escucha” (5). Dios quiere que a su llamada respondamos “Aquí estoy” (6),  como Jesús que,  cumpliendo la voluntad de su Padre, se encarnó para salvarnos. En Él, Dios ha tomado la iniciativa de buscarnos para que podamos encontrarlo, como afirma San Juan Crisóstomo: “la naturaleza humana no ascendió al cielo, sino que el Hijo de Dios bajó hasta ella y la llevó a la casa paterna (7).

Acudir al encuentro de Dios implica asumir con responsabilidad la libertad que Jesús nos ha dado, dejándole que santifique nuestro cuerpo, para que podamos servirle y glorificarle, evitando caer en la esclavitud de la fornicación (8). ¡Cómo necesitamos su ayuda para no dejarnos esclavizar por aquellos que, buscando su propio interés, nos proponen reducirnos a lo puramente biológico y dejarnos llevar por el impulso ciego del instinto, que hábilmente aprovechan para manipularnos! Jesús nos libera haciéndonos comprender que no hay una parte de nuestro cuerpo que no sea santa, como decía Basterie (9). Mostrándonos así el camino de una sensualidad integral y plena, que hará que vayamos a nuestra familia y a nuestros ambientes para invitar a todos  a encontrar al Mesías, capaz de hacernos felices por siempre.