Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia

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“Tu Dios –dice el Señor– es un Dios misericordioso: no te abandonará” (Dt 4,31). “La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico –ha recordado el Papa Benedicto XVI–, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo... Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta mediante los sacramentos… y las obras de caridad… De la misericordia divina, que pacifica los corazones, brota además la auténtica paz en el mundo. Por eso, el Papa Juan Pablo II estableció que en toda la Iglesia el Segundo Domingo de Pascua, además de Dominica in Albis, se denominara también Domingo de la Divina Misericordia. Así cumplía la voluntad divina manifestada a santa Faustina: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia... el primer domingo después de la Pascua de Resurrección”.

Jesús explicó a la Secretaria de la Divina Misericordia el significado de esta celebración: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores… El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas... Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata... La humanidad no conocerá paz hasta que no se dirija a la Fuente de Mi misericordia”. Consciente de esto, el gran Papa Juan Pablo II –que fue llamado a la Casa del Padre el 2 de abril de 2005, mientras concluía el sábado, y ya había comenzado el Domingo de la Divina Misericordia–, dejó escritas estas palabras: “¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!”.

Todos tenemos necesidad de la misericordia de Dios; particularmente cuando, como los discípulos al anochecer del día de la Resurrección, nos sentimos atemorizados

“La paz sea con ustedes”

¡Cristo resucitado, vencedor del pecado, del mal y de la muerte, se hace presente, ahora, entre nosotros y disipa todos los temores! Él, “la piedra que desecharon los constructores –o mejor dicho, los que pretenden ser constructores del mundo–, es ahora la piedra angular”, que nos revela plenamente a Dios, creador, sostén, redentor y santificador de todas las cosas, mostrándonos así la realidad en su dimensión integral, cuál es el sentido de la vida y dónde se halla la plenitud definitiva. Presentándonos las señales de su Pasión, prueba de su triunfo y de su amor “hasta el extremo”, nos dice: “La paz sea con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo…

Reciban al Espíritu Santo”. ¡Jesús, que al precio de su sangre nos ha hecho hijos de Dios, nos da su Espíritu para que seamos capaces de vivir conforme a nuestra naturaleza y dignidad, en la dinámica del amor, conscientes de que, “todo el que ama a un padre, ama también a los hijos de éste”!

Por eso la Iglesia, fundada sobre los Apóstoles, sigue dando “testimonio de la resurrección”, cumpliendo el mandato del Señor. Sin embargo, quizá alguno se encuentre en la misma parálisis paradigmática que llevó a Tomás a decir: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Probablemente pensemos así, creyendo que sólo existe lo que podemos ver, tocar, experimentar y comprobar. Ya lo decía el poeta inglés Samuel Butler: “Nunca es tan terca la obstinación como cuando mantiene una creencia equivocada”. Pero al igual que a Tomás, Jesús no nos abandona; se hace presente en la Asamblea dominical para decirnos: “No sigas dudando, sino cree”.  

“Arrójate con confianza en los brazos del Señor, y no temas, que no se apartará para dejarte caer”, aconsejaba san Agustín. Así supo hacerlo santa Faustina, humilde religiosa polaca quien, a pesar de enfermedades y sufrimientos, exclamaba: “…solamente Dios lo arregla todo”. Esta confianza no es una especie de “droga” para huir de la realidad ni es una negociación mágica para que las cosas resulten como queremos, sino que es unir nuestra mano a la que Dios nos tiende, sabiendo que todo lo que manda o permite es para nuestra salvación eterna, y así creer y esperar en el amor indestructible que nos ofrece. Vivamos así y, como santa Faustina y el Papa Juan Pablo II, seremos apóstoles de la Divina Misericordia, de tal modo que, fijando nuestra mirada en la eternidad feliz que nos aguarda, ayudemos a muchos a exclamar: “¡Jesús, en Ti confío!”