Cuando nos creemos el centro del universo

.

En cierta ocasión, el entrenador de una Universidad tuvo que llamar a uno de los jugadores para decirle: “Veo con preocupación que no te adaptas al equipo”, a lo que el muchacho respondió: “No señor; es el equipo el que no se adapta a mí”. A veces somos así; nos sentimos el “centro del universo”, y pensamos que los demás, la esposa, el esposo, los hijos, nuestros papás, los hermanos, los amigos, la novia, los compañeros de estudio o de trabajo, la gente que nos rodea, e incluso Dios, están para servirnos. ¿Y qué pasa entonces?; que al querernos imponer, nos desubicamos, y estallan los conflictos; porque ¿a quién le va a gustar que le reduzcamos al rango de “cosa”, y que le utilicemos como un objeto a nuestro antojo?

Si nos detenemos a pensar, nos daremos cuenta del enorme daño que nos causamos y que provocamos a los demás cuando dejamos que el egoísmo, como un caballo desbocado, salga disparado, hiriendo al jinete y a los que le rodean. Porque, “donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de obras malas”, como advierte Santiago. Sin embargo, Dios no nos abandona; para ayudarnos a salir de ese caos que nos sume  en la terrible soledad de quien mira a los otros, no como prójimos, sino como cosas, nos envía a Jesús, quien nos enseña que la única manera de vivir conforme a nuestra propia naturaleza y de alcanzar la plenitud es el amor, del cual brotan la humildad y el servicio.

En Cristo, Dios nos llama a participar de la gloria de su Hijo, viviendo, como Él y con Él, la radicalidad del amor, que es entregarse por entero para salvación del mundo. “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el siervo de todos”, dice el Señor, invitándonos, por nuestro bien, a ubicarnos para ver las cosas como son; valorarnos y valorar a os demás, y así ir más allá de una simple función gratificadora, estableciendo una relación plena con nosotros mismos, con los demás, y con la realidad. De esta manera, como afirma Teofilacto, no usurparemos los primeros  puestos, sino que los mereceremos por la humildad, virtud que Jesús compara con la actitud del niño,  que “está limpio de envidia, de vanagloria y de toda ambición de supremacía”, como señala san Juan Crisóstomo.

El camino: servir con humildad y amor

Cristo mismo nos da ejemplo, a pesar de que ha tenido que enfrentar las intrigas de aquellos pervertidos que buscan pervertir a los demás, como lo anunciaba el libro de la Sabiduría: “Los malvados dijeron entre sí: Tendamos una trampa al justo… Sometámoslo a la humillación y a la tortura… Condenémoslo a una muerte ignominiosa, porque dice que hay quien mire por él”. Jesús previene de todo esto a sus discípulos, a quienes enseñaba mientras atraviesa Galilea. Él sabe que ser humilde por amor para permanecer fiel a la propia identidad no es sencillo; que de muchas maneras el demonio nos tentará, haciéndonos creer que la gente vale cuando es soberbia, prepotente, y se impone a los demás. También sabe que satanás se valdrá de las burlas y humillaciones para presionarnos.

“¡Demuestra quien manda en tu casa!”, “¡Pareces mandilón!”, “¡Hazle ver a tus papás que ya no eres niño!”, “¡El que paga manda!”, “Que ¿te pegan en tu casa?”, “El que tiene más saliva, traga más pinole”, “¡Que nadie te diga lo que tienes que hacer!”, “El que pega primero, pega dos veces”, “Las leyes se hicieron para romperlas”, “El que no tranza, no avanza…” ¡Cuántas veces hemos escuchado frases como estas!; frases que nos hacen pensar que usar a los demás pasando por encima de sus derechos es sinónimo de inteligencia, astucia y éxito. Sin embargo, como decía san Agustín: “La soberbia no es grandeza sino hinchazón: y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”.

Quizá parezca difícil, en medio de tantas presiones, permanecer fieles a la propia identidad, siendo humildes y serviciales; sin embargo, Dios está con nosotros, comunicándonos la fuerza de su amor que nos hace libres. Por eso, con Cristo y como Cristo, podemos rogarle: “Escucha, Señor, mi oración… Gente arrogante y violenta contra mí se ha levantado… pero el señor es mi ayuda”. Así, superando la miope actitud de verlo todo en referencia a la propia satisfacción, miraremos todo como es, y no por su simple utilidad, alcanzando tal libertad que, reconociendo a Dios y valorándonos a nosotros mismos y a los demás, seremos capaces de asumir nuestra identidad, y así, por amor, realizarnos sirviendo a los que nos rodean, siendo comprensivos, tratando a todos con justicia, dispuestos a perdonar a los que nos ofenden, y a pedir perdón al que hayamos lastimado.