Cuando las tormentas arrecian

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“… esta vida mortal es,a pesar de sus vicisitudes… un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser contado con gozo  y con gloria: ¡La vida, la vida humana!... este mundo inmenso, misterioso, magnifico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades, es un panorama encantador”, escribió en su testamento el Papa Paulo VI. Sin embargo, las nubes del dolor oscurecen frecuentemente este hermoso paisaje. “De una forma o de otra, el sufrimiento parece ser, y lo es, casi inseparable de la existencia terrena el hombre”, decía el gran Papa Juan Pablo II.

Cuantas veces también nosotros, que nos hemos subido a la barca de Cristo, la iglesia, hemos enfrentado –o estamos enfrentando- la tormenta del dolor: las propias pasiones, debilidades, crisis, enfermedades, depresiones, desolaciones, e incomprensiones; un accidente, una adicción, un problema familiar, una infidelidad, un rompimiento afectivo, la traición de un amigo, de un vecino, o de un compañero de estudios o de trabajo; los diversos ataques contra Dios, contra Jesús y contra su Iglesia, que hacen tambalear nuestra fe; una necesidad económica, la muerte de un ser querido; un padecimiento Terminal… Y seguramente, como los Apóstoles, confundidos y sintiéndonos solos, lancemos a Jesús, a manera de pregunta, una queja llena de amargura: “Maestro ¿no te importa que nos hundamos?”

También Job, en medio de su pena, no negó a Dios, sino que se dirigió a Él: “Voy a dar curso libre a mis quejas… diré a Dios:…explícame porque me atacas”.Sus palabras no fueron lanzadas al vacío; el Señor le respondió: “Yo le puse límites al mar… le dije Hasta aquí llegarás, no más allá”. Así le hacía ver que todo está en sus manos; y que aunque Él no es autor del mal ni lo manda, jamás lo permitiría si no previera sacar de él un bien mayor. Sin embargo, quizá nos preguntemos: ¿Realmente puede Dios hacer algo concreto? A muchos, les resulta cada vez más difícil ver a Dios como esperanza de su vida y de la historia, comentaba el Papa Benedicto XVI.

“…solamente Dios lo arregla todo…”

Sin embargo, el poder de Dios, autor y sostén de todas las cosas, que es capaz de llevarnos a una vida plena y eterna más allá de esta escena transitoria, se manifiesta con Cristo, quien, levantado en la popa de la barca de su Iglesia, que es la Cruz –como afirma san Beda-, con la fuerza de su misericordia le ha puesto límites al mal, venciendo para siempre su máxima expresión; la muerte. “Quien puede poner un límite definitivo al mal es Dios mismo”, decía el Papa Juan Pablo II. En Jesús, Dios entra en ese espacio más íntimo y profundo de nuestro ser, al que nadie más, por mucho que nos quiera, puede llegar, y nos libera de la soledad, nos descubre el sentido de la vida, de la dicha, del dolor y de la muerte, y nos conduce a la paz y a la felicidad definitiva de su Reino.

“… solamente Dios lo arregla todo, el alma lo sabe –escribe santa Faustina-… y comprende bien que puede haber todavía días nublados y lluviosos, pero ella debe mirar todo esto con la actitud distinta… no se refugia en una paz engañosa, sino que se dispone a la lucha… Ahora se da cuenta mejor de todo… en todo ve a Dios… sabe encontrara a Dios incluso en las cosas más insignificantes. Para ella todo tiene algún significado, aprecia mucho todo. Agradece a Dios por cada cosa, de cada cosa saca provecho… dirige a Dios toda alabanza. Confía en Él”.

Por eso, como decía el gran Papa Juan Pablo II: “Cuando todo se derrumba alrededor de nosotros, y tal vez también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo nuestro apoyo indefectible”. El cambia la tempestad en suave brisa, y nos lleva al puerto anhelado. ¡Confiemos en Él, y no juzguemos los acontecimientos con criterios humanos superficiales! Así comprenderemos que mas allá de las tormentas pasajeras de esta vida, la fuerza del amor divino es el verdadero poder en el mundo, capaz poner un límite definitivo al mal.

De esta manera, frente a la enfermedad, las incomprensiones e injusticias, no nos dejaremos hundir por la desesperación, pagando con la misma moneda a los que nos lastiman, sino que, unidos al Señor, venceremos con el poder fascinante del amor. ¡Ese es el verdadero poder, en el que “estriba la esperanza de la Iglesia y… la esperanza de los cristianos”!