Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios

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II DOMINGO DE ADVIENTO

Preparen el camino del Señor (cfr. Mc 1, 1-8) (cfr. Mc 1, 1-8)

Próximo a morir, el Papa Paulo VI escribió: “… ante la misteriosa metamorfosis que está por realizarse en mi ser, ante lo que se avecina… veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?, ¿Qué queda de mí?, ¿A dónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿Qué debo hacer? ¿Cuáles son mis responsabilidades?... y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo… debe desarrollarse en diálogo con la Realidad Divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso”.

“Necesitamos tener esperanzas –grandes o pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino –señala el Papa Benedicto XVI. Pero sin la gran esperanza,  que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza, solo puede ser Dios, que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” ¡Sí!, sólo en Dios, que nos ha creado para la felicidad plena y eterna, y que nos ha enviado a Jesús para que podamos alcanzarla, la esperanza se hace realidad. Claro que a nosotros toca recibirlo con fe, colaborando inteligente y voluntariamente con el don divino, “para dar el gran paso”, como decía el Papa Paulo VI. Por eso, para darnos la oportunidad de hacer lo que nos toca, el Señor aguarda con paciencia antes de venir en gloria para poner fin al límite del mundo y de la vida, y llevarlo todo a su plenitud eterna.

Mientras tanto, conociendo que en medio de las alegrías fugaces y de las penas pasajeras de esta vida suspiramos por la dicha total sin fin, Dios envía a sus mensajeros con esta misión: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”. Cumpliendo con este encargo, Juan, sabedor de que solo en Dios se halla el supremo consuelo, nos exhorta a levantar la mano para estrechar la que Él  nos tiende en Jesucristo. “Preparen el camino del Señor; enderecen sus senderos”, clama el Bautista a los que viven en el desierto del egoísmo y la soledad; a los que se encuentran en el desierto de un matrimonio rutinario, en el que la infidelidad ha secado el amor; a los que se hayan en el desierto de una familia en la que cada uno vive como si los demás no existieran; a los que sufren el desierto de un noviazgo que ha reducido el amor al placer físico; a los que sobreviven en el desierto de amistades superficiales y de una sociedad individualista, relativista, hedonista, utilitarista, injusta y desleal.

Elevar el alma a Dios, para rebajar lo que nos daña

“Aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo” ¡Que palabras tan consoladoras!; en medio del desierto en el que nos encontremos, no estamos solos; Dios, que todo lo puede, está con nosotros dándonos su gracia para que hagamos lo que nos toca. ¡Esta es la buena Noticia que San Marcos nos comunica cuando escribe: “principio del Evangelio de Jesucristo”!; en Jesús de Nazaret, Dos se hace uno de nosotros para entrar en nuestro mundo, rescatarnos y ayudarnos cada día con la fuerza de su amor, el Espíritu Santo, y conducirnos a una plenitud sin límites ni final. ¿Qué nos toca a nosotros?: recibirlo libremente, para que Él nos ayude a transformar nuestro desierto interior y los desiertos de este mundo en el jardín que todos anhelamos. ¿Cómo hacerlo?: preparando el camino del Señor, enderezando nuestros senderos.

Para esto necesitamos elevar al alma a Dios, meditando su Palabra, recibiendo sus sacramentos y haciendo oración. Así, mirando desde lo alto, superaremos una visión a ras de la tierra que podría limitarnos a ver solo la superficie “plana” de la vida y del mundo, llenándonos de desesperanza al hacernos pensar que el Reino de Dios es pura fantasía. “Su Reino no es un más allá imaginario,  situado en un futuro que nunca llega –ha recordado el Papa Benedicto XVI-; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Solo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad,  sin perder el impulso de la esperanza”. Elevando el alama a Dios, miraremos la realidad en su dimensión global y definitiva, convencidos que de que Él puede hacer algo muy concreto en este mundo y en el otro, como exclama el salmista: “Cuando el Señor nos muestre su bondad, nuestra tierra producirá su fruto”.

Así, fortalecidos por esta esperanza, haremos lo que nos toca, rebajando, con la ayuda divina, la “montaña” de nuestro egoísmo, de nuestra soberbia,  y de nuestras pasiones –que hacen la vida difícil-, para enderezar nuestro matrimonio, nuestra familia. Nuestro noviazgo y nuestra sociedad, amando a Dios, amándonos rectamente a nosotros mismos, y amando a nuestro prójimo. “Pues el que se ama a si mismo y  no ama al prójimo, se aparta del camino –comenta San Jerónimo-… Y aquel que ama al prójimo pero tiene aversión de sí mismo, se sal del camino”. Este amor ha de impulsarnos a sentirnos enviados por Dios para consolar a los que nos rodean, con nuestra oración, nuestras palabras y nuestras obras, invitándolos con nuestro testimonio a preparar el camino del Señor para que, cuando vuelva, pueda llevarnos a la eternidad dichosa del Cielo.