Conmemoración de los fieles difuntos
2 de noviembre: “Todos estamos sujetos a la muerte –escribe Cervantes–… y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la habrán de detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras… no hay que fiar en la… muerte, la cual llama por igual a jóvenes y a viejos”[1].
Efectivamente, tarde o temprano todos vamos a experimentar la muerte, que como decía santa Faustina “es espantosa”[2], ya que trunca nuestros planes y proyectos, y nos separa de las personas que amamos, del cuerpo que tuvimos y de las cosas que quisimos. Es “espantosa” porque no fue creada ni querida por Dios, sino que entró en el mundo a consecuencia del pecado que, tentados por el diablo, cometieron los primeros padres[3].
Pero Dios, autor amoroso de cuanto existe, envió a su Hijo para que, hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo, naciera de la Virgen María y pasara por el mundo amando hasta el extremo de padecer, morir y resucitar para vencer al pecado, al mal y a la muerte, como lo anuncian los ángeles a las mujeres que fueron muy de mañana al sepulcro: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado”[4].
¡Esta es la más grande de las noticias! Cristo ha resucitado “como primicia de todos los muertos”[5]. “Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor –comenta Benedicto XVI– ¡Sólo el amor hace entrar en el reino de la vida!”[6]. Él nos hace pasar “desde la región de los muertos a la región de la vida”[7], como escribe san Efrén. Así lo ha dicho el propio Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” [8]. “…vivirá en el alma hasta que resucite la carne para no morir después jamás”[9], explica san Agustín.
Habrá quien pueda poner a nuestro alcance los avances de la ciencia y de la tecnología para prevenir, curar o aliviar algunas enfermedades, y para mejorar nuestra calidad de vida, pero ¡nadie!, excepto Cristo, puede ofrecernos el poder de vencer al mayor de los límites, al peor de los males y al más grande de los sufrimientos que nos lo arrebata todo: la muerte.
Por eso, san Gregorio Nacianceno exclama: “Si no fuese tuyo ¡Oh Cristo mío! me sentiría criatura finita”[10]. Efectivamente, si no fuéramos de Cristo, no habría futuro real para nosotros. Todo terminaría en el abismo de la soledad radical y definitiva.
Consciente de lo que Cristo nos ofrece, san Pablo exclama: “No queremos que ignoren lo que pasa con los difuntos para que no vivan tristes” [11]. Lo que debemos saber es que, gracias a Cristo, la muerte es sólo el final de la etapa terrena de la vida, pero no de nuestro ser. Al morir, nuestra alma, temporalmente separada de su cuerpo, va al encuentro con Dios, donde recibe lo que con sus obras eligió[12]. Al final de los tiempos Jesús volverá, todos resucitaremos en el día del juicio final, y los justos gozarán de Dios para siempre en cuerpo y alma[13].
“A la luz de la fe –enseña Juan Pablo II–, nos sentimos aún más cerca de nuestros hermanos difuntos: la muerte nos ha separado aparentemente, pero el poder de Cristo y de su Espíritu nos une de un modo más profundo aún”[14]. Efectivamente, “la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe; más aún… se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales”[15]. Por eso podemos orar por nuestros difuntos, para que el Señor perdone sus faltas y les conceda la vida eterna[16]. Esto es lo que hacemos especialmente el 2 de noviembre, conmemoración de los fieles difuntos.
Confiando en la infinita misericordia de Dios, tenemos la esperanza de que nuestros difuntos, mientras esperan la resurrección final, han escuchado en su alma de los labios del Redentor lo que san Francisco de Sales expresó así: “Ven, querida alma mía, al descanso eterno entre los brazos de mi bondad”[17].
Esta certeza, aunque no logre mitigar del todo el dolor que sentimos por la separación física de las personas que amamos, nos llena de consuelo, de fortaleza, de amor y de esperanza.
La oración más perfecta es la Eucaristía. De ahí que lo mejor que podemos hacer por nuestros difuntos es ofrecer la Santa Misa por ellos y ganar una Indulgencia Plenaria para que Dios termine de purificarlos y les conceda la entrada definitiva en el Cielo.
Este día, si visitamos piadosamente un cementerio o cripta, o vamos a Misa y en estado de gracia comulgamos y rezamos un Padrenuestro y un Avemaría por las intenciones del Papa, podemos recibir una Indulgencia Plenaria por un familiar o amigo difunto. ¡Démosles este regalo!

