Celebrar al Señor es nuestra fuerza

III domingo del tiempo ordinario

El Espíritu del Señor está sobre mi (cfr. Lc 1, 1-4;4, 14-21)

Estaba un borracho abrazado a un poste. Había bebido tanto, que casi se caía. Entonces se le acercó un policía, que le dijo: ¿“Qué anda haciendo?”. “Esperando”, contestó. “¿Qué espera? Mejor váyase a su casa. Si quiere, yo lo llevo”, repuso el oficial. “No gracias. Estoy esperando”, repitió el borracho. “¿Pero qué está esperando?, inquirió el policía. “Pues, como todo está dando de vueltas,  estoy esperando a que pase mi casa para entrar en ella”. A veces, como el borracho, nos dejamos embriagar por tantas cosas, que nos quedamos esperando, en lugar de permitir a Jesús que nos conduzca a la paz que sólo Dios nos puede dar. No desaprovechemos la oportunidad; acudamos a la Iglesia a encontrarnos con Él cada domingo.

En la Eucaristía Dominical, Cristo nos invita a dejarle comunicarnos “la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana”, como ha dicho el Papa Emérito Benedicto XVI. Así nos muestra su amor infinito, que disipa la embriaguez de las crisis personales y de los problemas en casa, con la novia y los amigos; de las dificultades en el trabajo, y de las angustias económicas, brindándonos el poder de enfrentarlo todo. Por eso, San Jerónimo exclamaba: “El Domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día.

¡Sí!, el Domingo es nuestro día, porque en él, Cristo, enviado del padre y ungido con la fuerza del Espíritu Santo, nos trae la Buena Nueva del amor divino, que nos libera de la cautividad del pecado, nos cura de la ceguera del relativismo, y nos hace salir de la opresión de la sensualidad, para conducirnos a la eternidad. Su Ley, que es perfecta del todo, nos reconforta y nos hace sabios, al permitirnos dirigir nuestro cuerpo, nuestra inteligencia y nuestros afectos de manera armónica. Por eso, el Papa Juan Pablo II nos invitaba a redescubrir la importancia del Domingo, haciendo que la Eucaristía sea su corazón. En ella, Jesús nos orienta para poner nuestros talentos al servicio de los demás, conscientes de que formamos un solo Cuerpo.

La Palabra del Señor reconforta e ilumina

Por todo eso ¡celebrar al Señor es nuestra fuerza! Quien lo comprende, no deja “plantado” al Padre Dios con el “banquete” de la Eucaristía Dominical, ni va a Misa como un cadáver, “de cuerpo presente y corazón ausente”, esperando que todo termine lo más rápido posible, sino que, descubriendo que solo en Dios la vida y todo el universo pueden fundamentarse, hace suyas aquellas palabras de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes Palabras de Vida. Así, participa con entusiasmo en la Santa Misa, abriendo su mente y su corazón al amor divino, consciente de que, como enseñaba San Juan de la Cruz: “Dios es una fuente, y cada uno toma de Él, según el recipiente que lleva”.

De ahí que San Gregorio Magno aconseje: “Aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios, para que puedas desear más ardientemente los bienes eternos. Precisamente para eso Él nos transmitió su Palabra, especialmente en los Evangelios. Sin embargo algunos, por falta de conocimiento, se dejan influir por libros o películas que fantasiosamente hablan de otros “evangelios auténticos, escondidos por la Iglesia” que “si narran la verdad”. Nada más falso que eso. Ya desde los primeros tiempos del cristianismo, autores como san Ambrosio afirmaban: “muchos intentaron escribir evangelios, que no aprobaron los que conocían los hechos.

Por su parte, san Beda señala que el evangelista san Lucas, al comentar que otros trataron de escribir “la historia de las cosas que pasaron entre nosotros”, cita otros muchos, “por la multitud de herejías que encierran. Porque, como sus autores no estaban inspirados por el Espíritu Santo, hicieron un trabajo inútil, toda vez que tejieron la narración a su gusto, sin cuidarse de la verdad histórica. Sabiendo donde se encuentran la verdad que Dios nos ha revelado, con la guía del Magisterio, acerquémonos a ella, y celebrémosla en la Eucaristía, en la que “surge una ola de caridad destinada a extenderse a toda la vida de los fieles”, y que nos hace testimoniar, con actitudes concretas, que no se puede ser feliz solo.