¿Quién nos dijo que estamos en guerra?
En su libro “El Caballero de la armadura oxidada”, Robert Fisher narra la historia de un caballero que había quedado atrapado en su propia armadura y que, desesperado, acudió al Mago Merlín para que le ayudara a liberarse de ella. Cuando el mago le hablo de aprender a aceptar la vida, el caballero respondió; “¿Esperas que acepte esta pesada armadura?”. A lo que Merlín contestó: “No naciste con esa armadura. Te la pusiste tú mismo ¿Te has pregustado por qué?”. Y cuando el mago le hizo notar que la causa fue el miedo, el caballero dio por terminada la plática. Pero después dijo a Merlín: “…me dijiste que me había puesto esta armadura porque tenía miedo”. “¿No es verdad?, respondió el Mago. “No –repuso el caballero-, la llevaba para protegerme cuando iba a la batalla. Entonces el mago, moviendo la cabeza, concluyó: “¿Y quién te dijo que tenías que ir a la batalla?
Lamentablemente, como a este caballero, también a nosotros suele pasarnos que, con mucha frecuencia, nos sentimos en “guerra” con la familia y la gente que nos rodea. Así, llenos de temor a causa de nuestras propias debilidades y pensando que la mejor defensa es el ataque, nos ponemos la “armadura” del egoísmo para combatir a la esposa, al esposo, a papá, a mamá, a los hermanos, a los hijos, a los suegros, a las nueras, a los yernos, a las cuñadas, a los vecinos, a los compañeros de estudio o de trabajo, a los que sientes, piensan, hablan y actúan diferente a nosotros, a los que no son de nuestra misma raza, color o condición social, a los que no se someten a los criterios de la moda, y hasta al Papa y a los pastores de la Iglesia, cuando su enseñanza no se adecua a lo que a nosotros nos parece.
También los Apóstoles, al sentirse inseguros de lo que Dios puede hacer en el corazón de toda la gente, cayeron en la tentación de fijar la mirada en lo que los separaba de quien no era parte de su grupo, sin mirar lo que los unía. Vieron lo que al otro le faltaba, y no los elementos positivos de donde podían partir para conducirlo a la plenitud de la verdad. Por eso, a aquel que no era parte de su “equipo”, le prohibieron expulsar a los demonios en nombre de Cristo. Sin embargo, Jesús, el enviado de Dios que viene a convocarnos en la unidad de su Reino, interviene para reordenar las cosas. Enseña a los Apóstoles, y hoy a nosotros, que “no debemos oponernos al bien de cualquier parte que venga sino procurarlo”, como señala san Beda, ya que, en definitiva, todo bien proviene de Dios. “Todo el que no está contra nosotros, está a nuestro favor”, señala el Señor.
Cuando estemos bien, seremos constructores de unidad
Por eso, aprendiendo del Salvador, la Iglesia no rechaza nada de lo que hay de bueno y de santo en aquellas doctrinas y formas de pensar que, por más que discrepen de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de la Verdad que ilumina a todos; y exhorta a sus hijos a que, sin confundirse ni perder su propia identidad, sepan reconocer y promover los bienes espirituales y morales que en ellas existen, dando testimonio de su fe.
Esto exige, al mismo tiempo, saber rechazar las doctrinas –no a las personas-, que sean contrarias a la paz y a la verdad, como señala san Agustín. “Así se elimina el fundamento de toda teoría o práctica que introduce discriminación entre los hombres y entre los pueblos, en lo que toca a la dignidad humana y a los derechos que de ella dimanan”, enseña el Concilio Vaticano II.
“No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente”, señalan los padres conciliares. Dios mismo, mediante los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, nos comunica su Espíritu, que nos hace participar de la misión profética de Jesús, haciéndose así realidad el deseo de Moisés: “Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el espíritu del Señor”. Sin embargo, este don exige nuestra respuesta: saber quitarnos la armadura del egoísmo, que estorba a la gracia divina, nos asfixia, y nos hace discriminar a la gente, convirtiéndonos en causa de escándalo para los que nos rodean. Por eso, Jesús advierte: “Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela… ” Así nos enseña también que debemos evitar las actitudes que nos llevan a la ruina definitiva, como el vivir entregados al lujo y al placer, olvidando las necesidades del prójimo.
Jesús, Palabra de Dios que nos santifica en la verdad, nos reconforta y nos hace sabios –como dice el salmo-, preservándonos del orgullo que engendra la discriminación, que es causa de escándalo para el mundo. Así, con un corazón transformado, libres de la asfixiante “armadura oxidada” del pecado, seremos sensibles hacia los que nos rodean, y podremos valorar, respetar, promover y defender la dignidad y los derechos de toda persona humana, recatando los elementos de verdad que encontremos en los demás, para conducirlos a su plenitud. De esta manera, seremos instrumentos divinos, en comunión con la Iglesia, para atraer a todos a la unión con Dios y favorecer la unidad de todo el género humano, conscientes de que, como decía san Gregorio Magno: “el sabio tiene gran cuidado en no desunir a los que lo oyen”.